Tras la explosión mediática de la horterísima fiesta de los celtas, el anglosajón Halloween, ¿qué ha quedado? Al parecer, sólo ha quedado la violencia druídica.

Navidad madrileña. Adolescentes horteras se disfrazan -¿por qué la violencia más cobarde siempre se esconde tras una máscara?- se plantan ante una minitienda de ultramarinos y le exigen, con poca gracia infantil, más el truco que el trato. El dueño se niega a entregarles mercancía y los encantadores festejantes le amenazan, pero no se atreven. Finalmente, deciden lanzar huevos contra la tienda y contra los vecinos del primer piso, seguramente cómplices de los comerciantes.

A renglón seguido se dieron a la fuga. Cien metros más allá, descubrieron una mini-inmobiliaria. Naturalmente, unos tipos tan progresistas como los del Halloween no podían permitir que en tan señalado día quedara impune una promotora, nueva hacedora de todos los males: decidieron, noblemente, emprenderlas a golpes contra la cristalera hasta que la destrozaron.

Todo sea por Halloween.

Es lo que ocurre: nadie, ni las personas, ni las instituciones, ni las fiestas se libran de su propio origen. Pero no se preocupen, dentro de un año, las televisiones volverán a lanzar tan maravillosa efeméride. Para entonces, el dueño de la promotora ya habrá cambiado los cristales, el de la tienda de ultramarinos y sus vecinos habrán limpiado los huevos y todos seremos progresistas y felices: podremos volver a destrozar.

Eulogio López

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