“El pueblo se ha equivocado, aseguraba Alfonso Guerra cuando, en 1979, los españoles volvieron a votar a la UCD e impidieron, por segunda vez, que el PSOE llegará a La Moncloa. A lo mejor tenía razón, pero no por lo que él creía tenerla.

Al conocer los resultados electorales, la mañana del lunes 29 de abril, un exitoso empresario español exclamó: ¡Vaya País!

También tenía razón. Podemos hacer -y hacemos- cábalas sobre posibles pactos electorales, sobre el significado de la irrupción de Vox en el escenario político y sobre si Sánchez se ha moderado o es pura pose (sí, es pura pose). Pero lo cierto es que ni PSOE, ni PP, ni Cs, ni Podemos, ni Vox tienen toda la culpa. La culpa y la causa, en todo proceso electoral, la tiene el pueblo, que es quien vota.

Un pueblo descreído, desnortado y aburrido busca su salvación en la política. Y créanme: no está ahí

Una cosa parece clara: los españoles, verdaderos culpables del desastre del 28-A, han decidido libremente entronizar al desastre Pedro Sánchez, esta vez con toda la legitimidad de las urnas y colocado para otros cuatro años en Moncloa. ¡Que Dios nos pille confesados!

Claro que los pueblos se equivocan, pues no son sino la suma de los hombres, acostumbrados a errar.

Insistiendo y concluyendo: la culpa del desastre del 28-A es del conjunto de los españoles, ni más ni menos.

España debe recuperar sus raíces cristianas, volver a ser la Tierra de María

Estamos ante un pueblo descreído, desnortado y aburrido. Como Europa, aún más que Europa, España debe redescubrir sus raíces cristianas, debe volver a ser la Tierra de María, esa condición tan especial que le ha convertido, a lo largo de la historia en el mayor ejemplo de la fidelidad a la Iglesia, en tierra donde el pecado es habitual pero no la herejía, donde se podía incurrir en crueldad pero jamás en puritanismo. Nuestros pecados casi siempre fueron pecados del cuerpo, poca cosa, comparado con los vicios espirituales, verdaderamente mórbidos.

Carecemos de buenas maneras, pero damos ejemplos de magnanimidad.

Podemos ganar en moderación, pero pocas veces incurrimos en mediocridad. Carecíamos de valentía cívica, pero nunca nos faltó el coraje físico: antes odiar que despreciar.

Pero ahora, impera en España la teoría del mal menor y una curiosa tendencia al suicidio, como individuos y como pueblo.

Los dioses se están rebelando contra los hombres

La fortaleza hispana siempre vino del amor a Santa María, que es amor recio, noble, poco amigo de componendas y que exige compromiso y entrega totales.

Por el contrario, ahora parecemos un pueblo sin pulso, por descreído, pusilánime. Aburridos porque sólo nos asombramos de lo excepcional en lugar de sorprendernos ante lo permanente. El pueblo español de hoy anda, por agnóstico, atormentado; por dubitativo, prematuramente envejecido. Se ha olvidado de crear y ya sólo piensa en la jubilación. Un pueblo marchito.

No me extraña que hayamos votado a esta mezcla de tunantes, engreídos e hipócritas. Y percibo pocos líderes que se alejen de este esquema. Además, son solemnes, carentes de ironía y capaces de engañarse a sí mismos. No merecen la pena. Lo malo es que esta es la clase política que nos merecemos. De hecho, cada pueblo tiene el Gobierno que se merece. En una democracia, con mayor motivo.

Como decía Chesterton: "Las cosas eternas se está rebelando contra las temporales, los dioses se están rebelando contra los hombres".

Fíjense en si los españoles componemos un pueblo decadente y marchito, que nos creemos las alabanzas que nos profiere la clase política. Hasta nos creemos esa suprema tontuna de que somos una gran pueblo. No lo somos, aunque es verdad que lo fuimos. A la España de hoy no debe importarle perder el futuro, sino recuperar su pasado, volver a ser la Tierra de María.