El igualitarismo es un cáncer social difícil de extirpar. Lo es porque la mayoría desconoce qué es justicia social. Se dejan llevar por ciertos cantos de sirena provenientes de la envidia que el individualismo de la izquierda ha sembrado a través de una de las trampas sociales más contemporáneas, la socialdemocracia. El igualitarismo se ha colado en lo social aplicando un trágico rasero en todos los que creen que es el sumun político de la imparcialidad.

Que el igualitarismo es mentira, lo demuestra el uso indiscriminado de los leggins, lo que demuestra que un mismo algo no vale para todos igual y sin embargo la calle se viste de leggins como si no hubiera un mañana. No se crean que esta metáfora es una gracieta facilona, no es mi intención, aunque reconozca que nos puede sacar una sonrisa. Pero tras esos leggins, se esconde la unificación de la masa social, que es una realidad, y las modas y los modos funcionan bajo la dictadura de lo políticamente correcto y del ateísmo relativista provocando el individualismo más voraz.

El igualitarismo es el hermano cheposo de la igualdad, que compartiendo el mismo origen, viven la vida de manera muy diferente. La igualdad reconoce a la persona individualmente y le proporciona los mecanismos sociales posibles para poder desarrollarse de forma personal porque permite la libertad de elegir y no ser prejuzgado por ello. Por el contrario, el igualitarismo es la envidia que recorta las piernas a los altos y estira del cuello a los bajos para que todos midan igual y vigila a ojo de buitre quién no es como dicen que se sea al grito de insolidario, y por supuesto fascista que es el insulto redondo que recoge todo lo contrario a su línea de pensamiento.

Que el igualitarismo es mentira, lo demuestra el uso indiscriminado de los leggins, lo que demuestra que un mismo algo no vale para todos igual y, sin embargo, la calle se viste de leggins como si no hubiera un mañana

El Ministerio de Igualdad, capitaneado por Irene Montero, erigida en cacique ideológica por ser la mujer de, es precisamente en honor a la igualdad real lo que la convierte en la menos idónea para encabezar ese ministerio, a la sazón, quizá, lo más falaz que han traído los gobiernos progresistas y que el actual socialcomunista le ha puesto la guinda. Un ministerio que consiste en crear la mayor brecha entre hombres y mujeres, entre unas mujeres y otras mujeres, entre la vida y la muerte, entre la oportunidad de querer ser como se quiere y el modelo impuesto de mujer.

Desgraciadamente, en política nada es sin querer y ni de hoy para mañana. Ratzinger, en 1997, escribió lo siguiente: “La peculiaridad de esta nueva antropología que constituye la base del Nuevo Orden Mundial, es evidente sobre todo en la imagen de la mujer, la del “Women’s empowerment”, nacida de la conferencia de Pekín. El objeto de esta ideología es la autorrealización de la mujer; sin embargo, los principales obstáculos que se oponen a ella y a su realización son la familia y la maternidad. Por esto la mujer debe ser liberada, en modo particular, de aquello que la caracteriza, vale decir de su especificidad femenina. Esta última se anula en efecto, a través de una “Gender equity and equality, ante un ser humano instinto y uniforme, en cuya vida la sexualidad no tiene otro sentido que el de una droga voluptuosa, de la cual puede hacer uso sin ningún criterio”. En efecto, el igualitarismo es una verdadera apisonadora, más en la mujer que en el hombre, aunque con tendencia a unificarse, porque el varón se ha ido relamiendo de cierto aire feminizado que le saca de su tradicional ser, tanto en el rol que desempeña como persona como en la forma de presentarse en la sociedad. No entraré -al menos en esta ocasión- a valorar todo esto, pero lo cierto es que es así.

La igualdad entre hombre y mujer, independientemente de la edad o el estrato cultural al que pertenezca, respeta la historia individual de cada persona, porque no somos iguales y cada vida es diferente a otra, especialmente en los aspectos más íntimos de cada uno y que sin lugar a dudas el sexo condiciona de forma clara. Posiblemente, por eso la ideología de género propicia con ansia -y millonarias inversiones- el igualitarismo, con el que pretende emborronar las diferencias antropológicas con la ensalada de géneros que proponen, y que definitivamente terminan confundiendo a la persona. Por el contrario, el igualitarismo anula la historia personal, quiere que todos vivamos la misma vida, estar uniformados en los gustos, los miedos o la percepción de cómo concebimos la vida.

Para comprender esto hasta sus últimas consecuencias es importante profundizar en la persona y llegar a los recovecos más íntimos del ser, su vida interior, es decir, su religiosidad. Quizá es el cristianismo, en concreto el católico, el que tiene más raíces echadas en la persona. Licuar este aspecto es muy necesario para algunos usando al islam como acicate coercitivo y la new age como edulcorante, convirtiendo la fe en fundamentalismo o sentimentalismo religioso, ambos tan pringosos como inútiles para responder a la llamada de Dios, siempre amorosa y siempre exigente.

Es precisamente la fe lo que nos aleja del igualitarismo porque nos hace reconocernos como hijos de Dios, porque por la fe sabemos que Cristo murió y resucitó por cada uno de los pecados de cada uno de los hombres de la tierra… Y precisamente por esto, porque el Hijo murió por los hombres y mujeres de este mundo, a los ojos del Padre todos somos iguales. Y paradójicamente, ¿se puede ser más único?

 

Varón y mujer: la complementariedad (Sekotia) de Jorge Scala. Como complemento al artículo, recordaremos que el igualitarismo equipara al hombre y a la mujer como si fuesen un producto de derechos y obligaciones al cincuenta por cierto, y no es más que otro de los errores posmodernos que se ha incrustado en el corazón de muchos matrimonios, cuando en realidad como sugiere el título de este libro es la complementariedad. Es decir, aportar cada uno lo que mejor puede hacer o saber. Y es precisamente en el amor donde mejor se puede comprobar.

La fuerza del silencio (Palabra) de Cardenal Robert Sarah. Precisamente este libro de Sarah, que en realidad se trata de una larga conversación con Nicolás Diat, es una llamada de atención al fenómeno de sordera interior que provoca el ruido con el que estas generaciones se vienen criando, alejándose de la posibilidad de escuchar a su conciencia. Dice el cardenal: La verdadera revolución viene del silencio que nos conduce hacia Dios y los demás, para colocarnos humildemente a su servicio. Y yo sugiero, que sin ese acercamiento al silencio, es decir, al susurro de Dios, nunca nos sentiremos únicos, sino uno más en la macro estructura social de la que no pasas de ser una parte más de la maquinaria de consumo.

Política sin Dios. Europa y América, el cubo y la catedral (Ediciones Cristiandad) de George Weigel. Cuando el autor publicó este pequeño y contundente libro, hablaba de Europa como de un lugar succionado por la desidia y la falta de identidad. Hoy también lo haría refiriéndose a su país, los Estados Unidos. La obra hace referencia precisamente a las políticas que se practican desde las altas instancias donde sólo prevalece el dinero como razón de ser y donde las personas son acomodadas al bienestar para evitar pensar qué sería de su vida, verdadero motivo para cuestionarse otras preguntas de mayor trascendencia y que nos llevarían hasta Dios.