A la llamada del cornetín de órdenes, el ardor guerrero ha puesto en pie a monseñor Luis Argüello, secretario general de la Conferencia Episcopal Española, quien ha anunciado por las redes sociales una declaración de guerra. Él lo justifica en un video de un seminario on line que lleva por título “¿Librar la batalla cultural?”, organizado por la Fundación Cultural Ángel Herrera Oria, institución perteneciente a la Asociación Católica de Propagandistas.

Por supuesto que se trata de una batalla para fomentar la cultura católica y, para que nadie se asuste y no piense que monseñor Argüello es un radical, lo explica el prelado refiriéndose a que una parte de la iglesia tradicionalmente se le ha designado como “iglesia militante”. Pero para mí que se ha quedado corto, porque todavía podría haber añadido que, por parte de la Iglesia, lo de la “militancia en el hombre”, solo es un reconocimiento del adn del género humano. Con todo fundamento, el primer versículo del capítulo 7 del Libro de Job afirma: Militia est vita hominis super terram.

¿Pero qué batalla cultural católica puede don Luis Argüello dar con un pepero, antiguo director general de la Comunidad Valenciana, con una diputada actual del PP, con el de la voz engolada de “línea Cope” o con los periodistas de guardia de la Conferencia Episcopal? 

Y en oyendo los clarines de la guerra cultural me animé a pensar que por fin algo se movía… Pero todo mi gozo en un pozo, cuando comprobé que el ejército de Luis Argüello, en su mayoría, se caracteriza por haber dado otras batallas, pero ajenas a la contienda cultural católica y en algún caso hasta en contra de la cultura católica... y la minoría restante no sé ni quiénes son.

¿Pero qué batalla cultural católica puede dar don Luis Argüello con semejante tropa: un pepero, antiguo director general de la Comunidad Valenciana, una diputada actual del PP, el de la voz engolada de “línea Cope”y los periodistas de guardia de la Conferencia Episcopal? 

En mis artículos, desde hace años vengo llamando a las armas, pero para luchar en una guerra cultural de verdad, que empieza por tomarse en serio los estudios de Filosofía y Teología en los seminarios españoles y en las Universidades de las instituciones de la Iglesia. La Universidades de las instituciones de la Iglesia no se han montado para hacer caja con el aumento del número de matrículas, y si no son fieles al fin por el que se erigieron es mejor que las cierren.

La historia nos enseña las graves consecuencias que tiene para el catolicismo el abandono del estudio y de la formación. Es significativa la aparición de una serie de herejías en Francia, precisamente cuando se había acabado la fase revolucionaria. Y resulta explicable que todas estas desviaciones doctrinales tuvieran como protagonistas a clérigos franceses. A partir del Concordato de 1801 fue posible la aparición de un nuevo clero en Francia, al que la jerarquía quería distanciado de las posiciones galicanas de la etapa prerrevolucionaria y, sobre todo, entregado al culto y a la atención pastoral de la feligresía, con el fin de reparar los daños causados por la Revolución. Pero a cambio de potenciar estos objetivos se descuidó su formación doctrinal.

El más famosos de estos clérigos fue Felicité de Lamennais (1782-1854), bretón converso en 1804, ordenado sacerdote en 1816, y apóstata desde 1834, que murió separado de la Iglesia. Hombre de un temperamento radical y escasa formación teológica, era sin embargo un buen polemista. Se hizo popular al publicar en Le Conservateur, Le Defenseur y Le Drapeau Blanc sus escritos ultramontanos en perpetua exageración, poniendo la lógica al servicio de su pasión, o más bien, tomando su pasión por la lógica misma.

Su prosa hiriente habitualmente atacaba a las personas; y así se refería a Lainé Corbin como "continuadores de Enrique VIII", al abate Clausel de Montals le apodaba el "Marat del galicanismo" y a las jesuitas les llamaba "granaderos de la locura".

Lamennais elaboró sus argumentos en los primeros años con el entramado del fideísmo y del tradicionalismo, manifestando un llamativo desprecio hacia la razón humana a la que llegó a calificar de débil y vacilante luminaria. Su primera fase ultramontana queda reflejada nítidamente en una de sus máximas: “Sin Papa, no hay Iglesia; sin Iglesia, no hay cristianismo; sin cristianismo, no hay sociedad”.

Al final del pontificado de León XII (1823-1829) cambió de postura, y si hasta entonces pensaba que la Iglesia debía ser necesariamente tradicionalista, a partir de 1829 defendió que con la misma necesidad y exclusivismo debía abrazarse al liberalismo. A pesar de tan espectacular cambio, el clérigo bretón mantuvo inalterable su radicalismo, hasta exigir que sus tesis personales se convirtieran en doctrina oficial de la Iglesia.

Esto es, Felicité de Lamennais, tras abandonar sus posiciones ultramontonas, y animado por las experiencias de los católicos ingleses y belgas, giró hacia lo que se conoce como catolicismo liberal. Al calor de la revolución de julio de 1830 se instaló con sus seguidores —Jean Baptiste Henri Lacordaire (1802-1861), Charles de Montalembert (1810-1870), Philipe Gerbet (1798-1864), René François Rohrbacher (1789-1856), Prosper Louis Pascal Guéranguer (1806-1875)— en Juilly, muy cerca de París.

Poco después fundaron un periódico, L'Avenir —El Futuro— bajo el lema: "Dios y Libertad". El nacimiento del periódico en los primeros días del mes de octubre de 1830 fue cuando menos inoportuno en el tiempo, pues provocó no pocas disensiones entre el episcopado francés en torno a las tesis de Lamennais sobre la libertad religiosa. El primer número veía la luz justo cuando el Papa había conseguido que los obispos franceses acatasen a Luis Felipe de Orleans (1830-1848). Y es que este era el único recurso diplomático del pontífice para impedir que el nuevo régimen traspasara a la legalidad las propuestas anticatólicas de los revolucionarios de julio. En cualquier caso, la muerte le impidió a Pío VIII (1829-1830) afrontar el problema planteado por el clérigo francés, recayendo sobre su sucesor esta cuestión.

“No hay que confundir la libertad de conciencia con la libertad de no tener conciencia”

Frayssinous llegó a escribir que Lamennais tenía genio, pero que carecía de Teología, y salvo a Rohrbacher (1789-1856) a todos sus seguidores les ocurría otro tanto, de modo que los menesianos se enredan en generalidades oratorias: “se puede admirar su ardor, —como ha escrito Leflon— su preocupación apostólica por conquistar un siglo (...) pero les faltan las bases”.

Lamennais, Lacordaire  y Montalembert (1810-1870), peregrinaron en noviembre de 1831 hacia Roma para que el Papa les concediese un refrendo oficial a sus propuestas de catolicismo liberal. Si la buena voluntad de los menesianos cabe suponerla, su estrategia cuando menos hay que tacharla de contradictoria, pues desde los presupuestos menesianos de libertad se requería para sus propuestas políticas un certificado de autoridad.

Así pues, Gregorio XVI (1831-1846) mantuvo con los tres "peregrinos de Dios y de la libertad" un encuentro breve y distante, no les dio ninguna respuesta concreta, por lo que permanecieron todavía algún tiempo en Roma en espera de la tan ansiada contestación del Papa. Después de seis meses de inútil expectación, los menesianos abandonaron Roma.

La respuesta —aunque sin mencionarlos— era sin duda la encíclica Mirari vos (15-VIII-1831). En dicho documento además del liberalismo, el Papa aborda los temas del galicanismo y el regalismo, reafirma el celibato sacerdotal y la santidad del matrimonio y condena el indiferentismo, además de referirse a la libertad de imprenta, a la subversión contra el orden temporal y a la libertad de conciencia, aspecto este último en el que insistirá en su correspondencia con el zar Nicolás I (1825-1855) al manifestarle: “No hay que confundir la libertad de conciencia con la libertad de no tener conciencia”.

En principio Lamennais recibió la encíclica con estoicismo, pero con el tiempo y contra los consejos de sus compañeros, se fue distanciando de Roma hasta colocarse en una posición de enfrentamiento. La publicación de su libro Palabras de un creyente en 1834, donde manifestaba que había dejado de creer en Cristo y en la Iglesia, para no creer más que en la Humanidad, era toda una declaración de apostasía y suponía de hecho la ruptura, que formalmente se produjo en 1848, año en el que se secularizó y abondonó totalmente la fe. Entregado a la política como diputado demócrata en la Asamblea de la II República francesa, murió en 1854 sin arrepentirse.

Bien diferente fue la actitud del resto del grupo de los menesianos, que tras rectificar, permanecieron en el seno de la Iglesia y de acuerdo con las enseñanzas de Roma siguieron luchando en favor de la libertad, y muy particularmente de la libertad de enseñanza, y contribuyeron a la renovación de los estudios eclesiásticos.

Pues con el fin de paliar estas carencias, el arzobispo de París, monseñor Denis Auguste Affre (1793-1848), inició las gestiones para comprar el convento de los carmelitas, uno de los escenarios más significativos de la persecución religiosa de 1792, donde instaló la Escuela de Altos Estudios Eclesiásticos, que tanto contribuiría a la renovación del pensamiento religioso en los pontificados posteriores al de Gregorio XVI. Los seis primeros alumnos se matricularon en 1845 y el primer doctor, el futuro cardenal Charles Lavigerie (1825-1892), obtuvo este grado académico en 1850.

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá