Las 'ideas fáciles' son siempre 'las más radicales'. Sobre todo cuando hay un estado de cabreo generalizado en la opinión pública. Las ideas radicales empiezan a calar en el personal como pasa al aliñar una ensalada con aceite y vinagre: la crispación política se traslada a la crispación social y viceversa. En fin, el cabreo abona el campo de batalla para la confrontación y más en España, país cainita donde los haya: hasta los vecinos parecen siempre mal allegados. Ocurre que aquí, además, la división es un clásico, que alimentan males frecuentes como el orgullo, la envidia o el odio. Si nos basta con el mal del ébola para darnos de tortas, ¿cómo no va a pasar con cuestiones más serias, como las territoriales o ideológicas
La salida fácil para todo lo anterior sería, como se plantea cíclicamente, una segunda transición, pero de lo que debería hablarse en realidad es de una segunda reconciliación, que es justamente lo que ocurrió en el breve tránsito de la dictadura de Franco a la democracia. Y eso, obviamente, es mucho más que la mera reforma de una Carta Magna.
Ocurre en España que cuando las cosas van mal -y hasta en los momentos felices- siempre aparece algún cenizo empeñado en el más difícil todavía, pero suele ser eso, un cantamañanas y la cosa no va a más. Es el caso del oportunista de turno -radical, naturalmente- que quiere dar la vuelta al sistema de un plumazo. Ha ocurrido siempre y España no iba a ser una excepción.
Ahora es distinto. Eso parece. Emerge la necesidad de una segunda transición política, pero no por las razones rupturistas (léase, demagógicas) que se esgrimen, sino por otras, mucho más profundas, que apelan especialmente a la unidad perdida entre españoles. Ese fue el buen espíritu de la primera transición. Y los cambios políticos, también entonces, fueron profundos. Pero eso, por mucho que se empeñen lo que se empeñan (Pedro Sánchez, Cayo Lara y desde hace poco pero con fuerza, también Pablo Iglesias), las cosas entre españoles no se arreglan sólo con un cambio constitucional.
La corrupción como síntoma social es mucho más de lo que afecta en concreto a un partido político o a otro (en todos hay algo), a una empresa, a una autonomía o a un ayuntamiento. Reclama una ética de las costumbres que se ha perdido entre laberintos legales, administrativos, políticos, empresariales y judiciales y que afecta a la justicia social -salarios y desigualdades, economía productiva y economía especulativa-, al orden moral, a las convicciones políticas y al respeto.
Hay también una ingeniería social en marcha, tan peligrosa como la corrupción, que afecta a lo más hondo de la dignidad de las personas. Se ha ido colando entre legislatura y legislatura y afecta a la vida, a la familia, a la educación, a la religión, a la economía, a las relaciones sociales y a las relaciones entre territorios… Esa es la razón, no otra, de hacer y deshacer leyes que afectan a aspectos esenciales de la persona, con la que se juega como con un muñeco de trapo, o del Estado en su conjunto, como un reflejo de lo anterior.
Nada de todo lo anterior se puede arreglar con una simple reforma constitucional y se habla de ella como si fuera una pócima contra todos los males (territoriales o ideológicos). Por eso, la 'segunda transición' que se reclama no tiene nada que ver con los términos en los que se plantea desde la demagogia. Ocurre como con la utopía, que puede formularse desde el deseo sincero de que las cosas mejoren, o simplemente desde la ocurrencia política para convencer al del partido contrario. A la larga no cuela y el 'traidor' queda desnudo, sin argumentos. Es cuestión de tiempo.
En la primera transición -una breve franja de nuestra historia-, España pasó de una dictadura, la de Franco, a una democracia que todavía dura. Se desterró entonces, con la Constitución de 1978, todo lo que latía aún de enfrentamiento y guerracivilismo entre españoles y, en ese sentido, la experiencia fue magnífica.
La Carta Magna del 78 muestra sobre todo un gran acuerdo entre españoles, el que falta ahora, para la concordia y la convivencia, que son precisamente dos de los valores que, entre tantos, están en cuestión ahora.
La palabra mágica es reconciliación. Más que una segunda transición, lo que hace falta es una segunda reconciliación. Cualquier experimento que se plantee fracasará sino se plantea en los términos de la primera transición: la unidad entre españoles, que es el mejor modo de destronar el guerracivilismo. El mapa político (no geográfico) que surja de esa transformación es lo de menos, aunque no tenga nada que ver con los parámetros actuales.
Rafael Esparza
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