Me escriben varios lectores sobre mi Carta del jueves 9, en la que pretendía renunciar al gran engaño de la moderación salarial. Uno de ellos me habla de comercio justo, un concepto más de moda hoy que el de salario justo. Otro, me indica que el mercado es el mejor juez a la hora de valorar el trabajo. Un tercero me habla del pago en especie, porque el salario monetario provoca inflación.
Pues no. Discrepo de los tres. El salario digno, e impuesto por ley, es la clave de la justicia social en el siglo XXI, por encima de las prestaciones públicas, de la Seguridad Social e independientemente de la inflación que pueda generar. Incluso creo que al Carta del jueves 9 merece algún matiz, a más que no a menos.
En primer lugar, el salario justo es mucho más importante que el comercio justo. Por comercio justo se están entendiendo muchas tonterías. Por ejemplo, pagar más por un servicio peor. Me sé yo de unos grandes almacenes españoles que quisieron colaborar con el comercio justo y comenzaron a ofrecer sus estantes para productos de una ONG que practicaba el tal comercio justo: productos de muy baja calidad vendidos a gran precio. Pero cuando se les ofrecía ayuda para una mejor manufactura, afirmaban que entonces el manufacturero se haría con el control del comercio (algo tan cierto como lógico). Por el momento, el comercio justo consiste en vender un mal producto a un precio elevado. No se por qué razón tiene que ser el consumidor quien pague el pato.
Además, en el comercio justo intervienen todos los factores y los canales de producción. Sin embargo, si toda esa cadena se hace girar sobre un salario digno, y se excluye del comercio a quien no remunere adecuadamente el factor trabajo, y si se suprimen las subvenciones públicas que fueran a los países pobres a competir con salarios de hambre, entonces habría una competencia en igualdad de condiciones y la única preocupación de los países en desarrollo sería la de acceder a una serie de tecnologías que, por mor, precisamente de la globalización, no son tan difíciles de conseguir. En definitiva, todo tiene solución, menos un salario de hambre.
En segundo lugar, el Estado del Bienestar no se creó para paliar las necesidades creadas por unas salarios de hambre, sino para favorecer la solidaridad intergeneracional y la solidaridad con los enfermos. Pero ninguna prestación pública podrá satisfacer un salario magro. El fracaso del comunismo lo deja claro : Nosotros hacemos como que trabajamos y ellos hacen como que nos pagan.
Y hablando de solidaridad intergeneracional. El siglo XXI tiene que crear el salario maternal (hasta ahora, sólo he visto que lo propusiera en España el Partido Familia y Vida). Un salario para todas las mujeres que son madres, porque la mayor aportación que hoy puede hacer la mujer a la sociedad (hablo en términos económicos, pero también sociales) es tener hijos. Es de justicia que reciba un salario público por ello, de la misma forma que es de justicia que el jubilado reciba una pensión.
En tercer lugar, los salarios no son los causantes de la inflación. Al menos, no en menor medida que los márgenes empresariales, que los monopolios y oligopolios de muchos sectores básicos, y que los impuestos que gravan el trabajo.
No, el salario digno es la clave, y debe ser el Estado quien lo marque a través de un salario mínimo... menos mínimo que el existente en España (470 euros brutos al mes).
Eulogio López