Es cierto que el modernismo, ese movimiento tan antiguo como anticuado, ha constituido la estafa intelectual más grande de la historia moderna. Como con el liberalismo, todo depende del adjetivo: si al modernismo le añades el adjetivo cultural, estás hablando de una cosa bien distinta a cuando le adjuntas el calificativo económico, o artístico, o poético.
El modernismo es, en su origen, siempre filosófico, un insulto al hombre, ser racional y libre al que los modernistas, en nombre del progreso, le niegan su capacidad para reconocer la verdad.
Sin embargo, el modernismo arquitectónico de Antonio Gaudí sí representó un progreso artístico y de pensamiento de primer orden. Especialmente su obra maestra, la Sagrada Familia, que Benedicto XVI ha venido a inaugurar. Gaudí le dio sentido a la línea curva antes de que Einstein descubriera que el espacio es curvo o, al menos, así podemos concebirlo, en tanto creación divina. Una creación gemela, por otra parte, dado que con el espacio nació el tiempo y, con ambos, la materia.
Sí, digo que Antonio Gaudí descubrió la línea curva. Gaudí es el predecesor de Einstein sólo que con piedras, en lugar de con la abstracción matemática de los números y los átomos. Su concepción del espacio produce la misma sensación que la teoría general de la relatividad: si no confundimos relatividad con relativismo no confundiremos la línea curva de la Sagrada Familia con la ruptura del canon, y es entonces cuando descubrimos un mundo nuevo exhibido por esos dos genios.
Pero Gaudí amaba a Cristo y con la Sagrada Familia sólo pretendía rendirle culto. Por eso, la Sagrada Familia no se encierra sobre sí misma, creando el estéril círculo oriental, absolutamente estéril, opuesto a la cruz de Cristo, que abre sus brazos a los cuatro puntos cardinales. Las 18 torres que diseñó para la Sagrada Familia son curvas abiertas, constituyen la curva puesta al servicio de Dios, Creador del espacio, y abierta al mundo.
La obra de Gaudí representa la cumbre de la modernidad y el paradigma del modernismo, la muestra más evidente del poder otorgado por el Creador al hombre en el Paraíso para dominar la naturaleza. Las serpientes de piedra de la nueva catedral barcelonesa ahorran cualquier explicación ulterior.
Descubrió también Gaudí que lo grande no es más que hijo de lo pequeño y que un soporte diminuto puede convertirse en el cimiento visible de un techado enormemente pesado si cada pieza soporta, de forma paulatina, una pieza mayor.
Pero hay una tercera grandeza en el genio de Reus, la misma que añoro en la madrileña Almudena. Gaudí construyó su catedral al modo de nuestros antepasados románicos y góticos. Nuestros ancestros construían sus catedrales para evangelizar, no para dárselas de artistas. Si les hubieran tildado así se habrían reído. Eran mucho más inteligentes y mucho más prácticos que el pragmático hombre moderno. Nuestros predecesores, al igual que Gaudí, hacían catedrales para evangelizar. Construían una escena del evangelio para gente, muchos de ellos analfabetos he dicho analfabetos, no tontos-, que, al contemplar aquellas imágenes imaginaban la escena y, a renglón seguido, se dirigían al Creador en oración para comentarle las imágenes.
En este sentido, no fue gaudiana la idea de dedicar el templo de la Sagrada Familia a la expiación, pero la acogió con muchas ganas. Quiero decir que era un cristiano cabal y un hombre de bien, y cuando un hombre de bien comienza a rezar, a hablar con el Creador cae en la cuenta de su condición de criatura pecadora. Las cuatro fachadas de la obra constituyen un catecismo lítico que recorre los misterios del Cristianismo, incluidas la encarnación, la redención y la resurrección. Gaudí devolvió el espacio curvo al creador del espacio y el tiempo. Sólo eso.
Eulogio López
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