Era, ya no es, un sayyid Moussaoui. Esto es, un señor con apellido de familia aristocrática, de Bagdad. Primogénito varón del clan, además, heredero principal del patrimonio familiar. Sólo que tuvo que hacer el servicio militar en plena guerra entre Irán e Iraq, y el bueno de Sadam Husein le envió al frente. Le pusieron en la misma tienda de campaña, junto a un cristiano y entonces empezó el lío. Porque el hijo de María es un pícaro y no pierde ripio.

Sin apostolado alguno por parte de su compañero de armas, le robó un evangelio y ahí empezó el lío. Se convirtió al cristianismo. No con el enemigo iraní sino con su familia islámica. Joseph fue encarcelado, torturado y, cuando por fin logró escapar a Jordania, presuntamente un país musulmán moderado, le persiguieron las autoridades jordanas y su propia familia llegó al país para matarle. Y, como ocurriera con Alí Agca y Juan Pablo II, las balas le alcanzaron pero no lo mataron.

Lo cuenta en su autobiografía El precio a pagar, donde firma con su nuevo hombre, el que ha adoptado en la Europa Occidental donde se refugió. Pero lo que más me ha llamado la atención es el final. Porque, al final, el hombre puede perdonar a sus enemigos pero corre el peligro de no perdonarse a sí mismo, eso que llamamos exasperación.

En cualquier forma, cuando se habla de libertad religiosa es muy probable que no sepamos de qué estamos hablando. Leyendo a este converso lo entendemos perfectamente. El hombre reza como piensa y piensa como reza. Si no le niegas la posibilidad de ser coherente con su cosmovisión de la vida le condenas a un infierno en la tierra. La libertad religiosa es hoy, sencillamente, el derecho humano primero. Y está siendo muy atacado en muy diversas latitudes. No sólo en el Irak que torturó a Joseph.

Eulogio López

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