Ocurrió delante de una parroquia del centro de Madrid. Una pareja de jóvenes paseaba, con sus perros naturalmente, aunque, dicho sea paso, incumpliendo la norma de que no salir en pareja. Los susodichos pasan delante del templo y el atormentado sector masculino de la pareja exclama:

-Y la puta iglesia, abierta.

Cuando me lo contaron me recordó lo que nos explicaba uno de mis profesores de historia acerca de la Semana Trágica barcelonesa de 1909. El pueblo se rebeló contra el alistamiento forzoso: mientras los ricos pagaban su dinero para que sus hijos fueran exentos del combate los pobres les entregaban a la muerte. El pueblo, con razón, se cabrea y, ya sin razón alguna, se vuelve hacia la ciudad de Barcelona y empieza a quemar Iglesias y matar curas. ¿Qué tenían que ver los curas con la leva forzosa para Marruecos? Pues no se sabe, pero a alguien había que matar.

Con el coronavirus lo mismo: aquel honrado ciudadano de clase media, con el pánico metido en el cuerpo, sentía que el hecho de que un templo estuviera abierto ponía en peligro su vida (la relación causa-efecto entre una cosa y otra… averígüela Vargas).

Pero el hecho en sí describe el pánico y la histeria social (el miedo es mal consejero) provocado por el confinamiento en el hogar, decretado por Pedro Sánchez. Y lo que resulta más curioso: dispara el anticlericalismo, que no sólo es una consecuencia, sino la estación final del Coronavirus.  

La pandemia ha provocado que la muerte deje de ser algo posible para resultar  algo probable… y eso puede provocar un cambio de vida

¿Ataque programado? Yo creo que sí.

Ahora bien, esta utilización del Covid-19 contra la Iglesia le viene grande a Pedro Sánchez, tan sólo un instrumento de gente, estructura y espíritus más capaces y más poderosos que el del Gobierno español.

Eso sí: la progresía política española, de izquierdas y de derechas, no deja de ser un instrumento eficaz para propagar la neurosis -neurosis global-, que constituye el caldo de cultivo idóneo para un Gobierno mundial cristófobo y de carácter totalitario, que es el objetivo último. Y para ese Gobierno plantario, la Iglesia de Cristo, a pesar de su pavorosa crisis actual, no deja de ser la principal barrera.

El coronavirus -o virus chino, que diría Donald Trump-, inducido o sólo aprovechado por, puede ser un instrumento utilísimo para forjar el nuevo poder, hacedor y conseguidor de la paz en el mundo que constituye la filosofía más profunda de la que es capaz a la nueva masonería, eso que ahora llamamos Nuevo Orden Mundial (NOM).

Ahora bien, si el confinamiento produce anticlericalismo también produce, o puede producir, conversiones. Es una oportunidad única para cambiar de vida. Primero porque, en una sociedad tan abotargada como la nuestra, necesitamos que ‘nos duela el amor’. Y, también porque cuando la muerte deja de ser algo posible para convertirse en algo probable, es cuando las personas, seres esclavizados por la rutina, nos planteamos el sentido de la vida.

El hombre necesita un porqué para vivir. Cuando lo tiene, siempre acaba encontrando el cómo. Y el porqué más egregio siempre es el mismo: Cristo.

El coronavirus también constituye una oportunidad para la conversión, porque necesitamos que nos ‘duela el amor’

No, si al final, el cabrito del coronavirus puede tener consecuencias de lo más positivas. Aunque también puede suponer una persecución contra los católicos. ¿Sangrienta? ¿Por qué no?

En el entretanto, sería bueno que las “putas iglesias” estuvieran abiertas, a ser posible de par en par.