Insisto: la verdad siempre circula por canales pequeños, por empresa pequeñas… por editoriales pequeñas.

Otra joyita llegada desde la pequeñez: Editorial San Román, que nada tiene que ver con Planeta ni con el grupo Santillana, ha publicado Señor del Mundo, de Robert Hugh Benson, uno de los clásicos (1907) de la literatura apocalíptica.

El día en que el muchacho Robert, clérigo anglicano, decidió pasarse a los católicos papistas, en plena Inglaterra imperial, provocó más de un sarpullido en la metrópoli. No en vano su padre era el obispo de Canterbury, cabeza de la Iglesia de Inglaterra. ¡Qué fuerte Lionel!

Robert H. Benson era un gran novelista y un filósofo y teólogo de primera división. Lo demostró con su trilogía sobre el fin del mundo, de la cual, sin duda, la novela más divertida es ésta, la primera. Quizás porque al hombre ama el drama y le resulta más fácil escribir las penurias provocadas por el fugaz triunfo de Satán que la paz que provoca la victoria de Cristo. Le resulta más fácil escribirla o leerla, no vivirla.

Se empieza matando a quien lo pida y se acaba matando a quien no sirva
La novela resulta apasionante, entre otras cosas porque entonces Nueva York no era la capital del mundo sino Londres (eso que hemos perdido). No voy a privarles del placer de descubrirla pero sí quiero quedarme en algo de patente actualidad, hoy, 108 años después. Un detalle cuyo recordatorio no reinventa nada: uno de los velocísimos trenes urbanos del Londres de la etapa final de la historia, en el que viaja la esposa de uno de los protagonistas, sufre un accidente. En el lugar de la tragedia quedan tendidos decenas de moribundos. Y mientras uno de los pocos y marginados sacerdotes católicos que quedaban en la zona atiende espiritualmente a los agonizantes, "por las escaleras del gran hospital situado a su derecha aparecieron a la carrera varias figuras, sin sombrero, cada una de ellas portando lo que parecía una anticuada cámara de fotos. Sabía bien quiénes eran y el corazón le dio un brinco de alivio. Eran los administradores de la eutanasia".

Nota 1: Los eutanásicos actuaban sin pedir permiso al moribundo (lo del permiso al familiar es un paso intermedio hacia el objetivo final: disponer de la vida ajena).

Nota 2. Existía lo que hoy calificaríamos como un 'protocolo'. La aberración se había hecho norma y el que la rechazara era un ilegal.

Nota 3: Salían de un hospital, un sitio creado para preservar la vida, ahora dedicado a administrar la muerte. ¿Qué mejor lugar para los eutanásicos? Del Cielo procede la ironía, del infierno, el sarcasmo.

Nota 4: La oposición entre cristianismo y eutanasia es esa: el cristiano prepara para la muerte, un viaje que todos debemos hacer solos: el eutanásico imparte la muerte.

¡Que listo era el bueno de Robert! ¡Con qué exactitud predecía el futuro!

Sólo este detalle. El resto del libro se lo dejo para su deleite. Se lee de un tirón.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com