• Y convivimos con lo extraordinario.
  • Fruslerías de una santa desconocida: estigmas, multiplicación de alimentos, bilocaciones: ¡Qué escándalo!
  • Chesterton aseguraba que los cristianos no creemos en los milagros por nuestra fe sino porque los hechos nos impelen a ello.
  • Por contra, el agnóstico no cree en los milagros porque su dogma ateo le impide analizar los hechos.
  • Y María Josefa hacía milagros… en pleno siglo XX. ¡Qué cosas!
María Josefa Alhama Valera nació en una puñetera pedanía murciana, cuando amanecía el siglo XX y murió tras el intento de asesinato (13 de mayo de 1981) de Juan Pablo II por Alí Agca. Cuando nació, nadie la conocía como madre Esperanza, la fundadora de una congregación (cuyo nombre me niego a repetir porque es larguísimo) ni había fundado el santuario de Collevalenza, no muy lejos de Roma, eje de su vida. Su biógrafo, el periodista español José María Zavala, redactor de Madre Esperanza, ha hecho un buen trabajo. Conozco a Zabala desde que era periodista económico y por eso se lo que se puede esperar de él, que no es poco. Por ejemplo con María Josefa. Porque mucha gente no ha oído hablar de Madre Esperanza. Por ejemplo, yo, hasta leer la obra zavaliana. Zavala exhibe el desorden de la brillantez y la brillantez de lo cotidiano, todo a un tiempo. Por eso, su biografía es un brillante caos: te olvidas del dato al minuto pero los milagros y las conclusiones se te clavan en la mente, y a veces en el alma. Por eso, cuando nos cuenta que Madre Esperanza fue el alma gemela del Padre Pío empezamos a vislumbrar la realidad. El libro se titula Madre Esperanza y nos descubre unas cuantas fruslerías de la susodicha: por ejemplo, que multiplicaba la comida (sí, igualito que Cristo con los panes  los peces), que recibió los dos balazos que Alí Agca descargó sobre Juan Pablo II, que tenía la no muy arraigada costumbre de la bilocación, y que estuvo marcada durante lustros con los estigmas de la pasión, que sufrió en sus carnes como el Padre Pío en las suyas. Todo ello en el anonimato y en pleno siglo XX. Contárnoslo a nosotros, que somos tan modernos, que, como buenos científicos, sólo creemos en aquello que es: o mudable o falso. Chesterton aseguraba que los cristianos no creemos en los milagros por nuestra fe sino porque los hechos nos impelen a ello. Sin embargo, el agnóstico no cree en los milagros porque su dogma del no le impide comprobar los hechos. Y resulta que la Iglesia se empeña en beatificar a este tostón como hiciera con el Padre Pío. Y resulta que Juan Pablo II visitaba a Madre Esperanza porque él si creía en los hechos sobrenaturales que rodeaban a la religiosa de la pedanía murciana. Para entendernos, que no venía del mundo de los elfos, sino de Murcia. Que no ocurrió en una edad perdida, entre los trogloditas y los diplodocus, sino anteayer, que repetía -¡en el siglo XX, qué escandalo!- las escenas de los evangelios. ¡No sé dónde vamos a parar! Bien pensado, lo de Madre Esperanza no debería extrañarnos tanto. A fin de cuentas, todo es fruto de la Providencia y la causalidad (que no de la casualidad): la clave de la historia es una mezcla de Gracia divina y libertad  humana. Y si nos convencemos de que somos vecinos del milagro y de que convivimos con lo extraordinario, que pasa a nuestro lado, y de que no hay nada más natural que lo sobrenatural, pues lo de Madre Esperanza no nos extrañará nada. Sencillamente, analizaremos los hechos y, sí son ciertos, rendiremos pleitesía a la verdad, lo creeremos. Eso es lo científico, ¿no? Eulogio López eulogio@hispanidad.com