Sr. Director:
Me refiero a hechos concretos que he experimentado en mi vida. Sería por los años setenta del siglo pasado; un compañero de trabajo ya fallecido, tenía a un hijo en el seminario, como sería la formación que estaban dando a los seminaristas que un día irrumpió en la clase y dijo: “Muchachos, lo mejor que podéis hacer es volveros a vuestras casas.” Sería por el año 2000, no puedo precisar exactamente. Un compañero de trabajo, joven, abandonó el trabajo y se fue al seminario. Pasa el tiempo, estaba paseando y veo que el compañero de trabajo, ya sacerdote, viste de paisano, le pregunto ¿Por qué no viste de cura? Y me contesta: “Es que ahora hay que poner el acento en otra cosa.” Me percaté que lo decía con la mejor intención, que eso era lo que le habían inculcado en el seminario, ser un buen chico, servicial y atender a los pobres y necesitados. Esa era la nueva Iglesia que no tenía nada que ver con la que yo había conocido antes. Y ¿qué pasaba con lo sagrado, lo divino, lo trascendente? Eso pasaba a segundo plano, lo importante era el hombre. Cuando veo el miedo, el pánico, el terror que impera en la sociedad actual a causa de un triste virus, magistralmente tratada por Satanás y sus secuaces, no lo acabo de entender, yo no siento ningún temor. ¿Será que esta sociedad ha perdido la fe y por tanto la seguridad en el poder de Dios, en su Misericordia, en su Divina presencia en la Eucaristía? No temáis dijo Cristo, hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados. Sigue a continuación un texto relacionado con el título de este escrito.
Cuando uno contempla en todas las naciones europeas las maravillosas catedrales, santuarios, basílicas, monasterios, museos, universidades, esculturas y pinturas que causan la admiración de quien los contempla, no fueron llevadas a efecto por ángeles bajados del cielo, sino por personas como nosotros, que no eran ignorantes a la vista de las maravillas que realizaron, pero su vida estaba basada en la certeza y seguridad, en la fe de una Persona, Jesucristo, Hijo de Dios, muerto crucificado en una cruz y que resucitó al tercer día como Él mismo anunció, para librarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna. Aquellas personas si que tenían buen nivel de vida, pues creían que su vida tenía sentido, que merecía trabajar y sufrir los dolores y contratiempos que padecemos todos los seres humanos y que al final de esta vida terrena tenían la certeza de alcanzar la felicidad eterna. Buen ejemplo para esta sociedad que camina en la incertidumbre, en la tristeza, en la desesperanza. Aquellos antecesores nuestros nos dejaron una sociedad mucho más cristiana y por lo tanto más humana que la que tenemos ahora. Hemos dilapidado una fortuna que heredamos, pero podemos meditar y pensar que si aquellos antepasados nuestros eran personas como nosotros, también nosotros podemos hacer lo que ellos hicieron.