Sr. Director:
Nunca me ha gustado la despedida de un año.
Lo imagino como un páramo, yermo, frío, desabrigado, carente de todo tipo de vida. Esperamos con impaciencia el sonar de esas doce campanadas, sin darnos cuenta que cada una es un to de nuestra vida que se nos va.
Si tuviera que plasmarlo en una imagen, sería la de un árbol desnudo, desprovisto de las hojas que nos acogen y nos protegen del sol; un tronco leñoso que ha entregado todo el jugo de su savia y ya no puede dar más fruto.
No sé muy bien si es el día que se hace noche o la noche que ya está a punto de alborear un nuevo y esperanzador día.
Es el viejo libro en el que para siempre quedarán escritos nuestros momentos luminosos, y aquellos que solo nos proporcionaron dolor y tristeza; el capítulo en el quedarán grabadas nuestras alegrías y nostalgias; las líneas que describirán nuestros grandes proyectos y nuestros profundos desencantos.
Cada noche vieja cerramos un episodio más de nuestra crónica y decimos adiós a un tiempo pasado, que sin morir, jamás volverá. Quizá por un sentido de la autodefensa ante la frustración que nos producen nuestros fracasos, renunciamos a mirar hacia atrás, y cual falsa goma de borrar, nos asimos la esperanza de un nuevo año, sin darnos cuenta de que todo lo sucedido, forma parte del bastón de la experiencia en el que nos hemos de apoyar para encarar el futuro.
Pero la vida me ha enseñado, que tras cada invierno, siempre surge una resplandeciente primavera; que a cada noche, le sucede un amanecer; que a cada decepción, le sobreviene una esperanza; que a cada adiós le sustituye una nueva acogida, y que nada concluye mientras exista la vida.
El año nuevo, aunque solo es un día más que el anterior, significa el renacer a una vida esperadamente distinta, inesperadamente insólita, más fresca y lozana; una vida por la que poder caminar sin seguir las sendas trazadas, porque el pasado ya no tiene secretos.
Me gusta ver rayar el alba de un nuevo día, porque los primeros rayos de sol me hacen desterrar la preocupación por lo pasado, la duda sobre el futuro y el miedo a amar, reír, y darme a los demás.
Es entonces cuando canta la naturaleza y los corazones jóvenes que están llenos de alegría, sin ningún pensamiento de tristeza, porque el año joven, pleno de ilusiones, sueños y proyectos, llama a las puertas de nuestros corazones.
Me gusta contemplar en el horizonte el nacimiento de un nuevo día anunciado por el murmullo lejano de las olas del mar; ensimismarme con las gotas del rocío del amanecer, sobre los pétalos de las flores y sorprenderme con el despertar de la naturaleza cada mañana.
Me gusta el florecer de los almendros, el verde lujurioso de los campos y la belleza provocativa de la primera rosa.
Me gusta descubrir como brota la vida de la madre tierra, sin la que nada sería posible, o como hace titánicos esfuerzos por sobrevivir el significante insecto frente a la inmensidad del mundo que le rodea.
Me gusta descubrir de nuevo el amor en la alegría y la ilusión con que dos jóvenes corren a su encuentro y se abrazan en mitad del camino.
Me gusta contemplar la paz en la imagen de un niño durmiendo, o la vitalidad, con que con su pequeña manita rodea mi dedo, como si con ello conquistase el mundo.
Me gusta embriagarme con una arrebatadora puesta de sol cuando se pone el día, o perderme en la insondable negrura de la noche entre el infinito laberinto de las estrellas.
Me gusta recrearme en el amor de todos aquellos que cada día me dan pruebas de su su cariño, pero sobre todo, me gusta reconocer mis errores, pedir perdón y entregarme a todos aquellos a los que amo y estimo, y sin los cuales mi vida no tendría ningún sentido.
Me gusta, en suma, el nuevo año, porque simboliza reiniciar el ciclo de la vida en un ser nuevo.
César Valdeolmillos
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11/12/24 18:08