Alcalá de Henares, 17 de abril de 1936, el PSOE se hace con el control de la ciudad cervantina y coloca como alcalde a uno de los suyos, Pedro Blas Fernández. Pero el brazo ejecutor del Ayuntamiento de Alcalá de Henares, el poder en la sombra, es el segundo alcalde, Simón García de Pedro, un panadero de cuarenta años, miembro de la UGT y afiliado a la Asociación Socialista local, que relevará a Blas Fernández como alcalde el 20 de febrero de 1937. Simón García de Pedro permaneció en este cargo casi hasta el final de la Guerra Civil, porque se incorporó al ejército republicano el mes de febrero de 1939.

También era concejal el presidente de la Asociación Socialista de Alcalá de Henares, un hombre de treinta años, Felipe Guillamas Cámara. Guillamas trabajaba como aserrador en Forjas de Alcalá y, durante la guerra, presidió la Casa del Pueblo. Y fue precisamente durante la contienda civil, cuando estos tres socialistas dan muestras de un comportamiento sectario, cruel, inhumano… Por lo tanto, la responsabilidad de los robos y crímenes cometidos en Alcalá hay que achacárselos al PSOE, a los antecesores de don Pedro Sánchez, ya que comunistas y anarquistas, al menos en la ciudad cervantina, se limitaron  a ser cómplices de los socialistas y actuaron a su dictado. Como muestra, veamos lo que los socialistas hicieron a las monjas dominicas de Alcalá, popularmente conocidas como Las Catalinas.

El 21 de julio de 1936 las veinte monjas que viven en clausura, en el Monasterio de Santa Catalina, se sobresaltan por los gritos que proceden de la portería. Como entienden que los milicianos van a asaltar el convento, la madre Pilar, que es la superiora, saca el copón del sagrario y todas las monjas de rodillas, en la sacristía, consumen las sagradas formas para que no las profanen.

Los milicianos les obligan a quitarse los hábitos, a vestirse de seglar y las expulsan de su convento. Comenzó entonces el saqueo y el robo. Los aguerridos asaltantes de un convento de clausura se apresuraron a llevarse las 180 gallinas de la raza leghorn, que habían comprado las monjas hacía poco que, por ser muy buenas ponedoras, debían haberse convertido en una fuente de ingresos para el monasterio.

A la vez que todo esto sucede, otra partida de milicianos prende fuego con gasolina a la iglesia Magistral, a donde acude el sacerdote Pedro García Ezcaray con la intención de rescatar las Sagradas Formas incorruptas desde el siglo XVI, que se veneran en ese templo. Pero lo asesinan antes de entrar a la Magistral y arrojan su cadáver a las llamas. Así se perdieron las sagradas formas, que los alcalaínos adoraban desde siglos.

Una buena mujer de Alcalá de Henares da refugio a Las Catalinas en su casa. Se llama Pepa Ladredo, es una católica valiente, que también ha acogido a más monjas de otros conventos y se niega a descolgar de las paredes de su casa los cuadros de la Santísima Virgen y de los Santos.

Sor María Blanca Alonso llegó a la estación de Atocha, los milicianos la entregaron a un grupo de milicianas, que la desnudaron, la vejaron y la torturaron

El día 23 de julio permiten a Las Catalinas volver a su convento, para recoger alguna ropa y poco más. Es el momento que aprovecha el capellán del monasterio, Eduardo Aliarca, para celebrar la santa misa en el altar del Capítulo, presidido por una imagen preciosa de la Virgen de los Dolores. Fue la última misa que celebró, antes de que lo asesinaran.

De las veinte monjas dominicas, cuatro, que tenían familiares en Madrid, pudieron salir de Alcalá. Cuando una de ellas, Sor María Blanca Alonso, llegó a la estación de Atocha, los milicianos la entregaron a un grupo de milicianas, que la desnudaron por completo, con el pretexto de registrarla, la vejaron y la torturaron, amenazándola con dejar entrar a los “compañeros milicianos” para que la vieran desnuda.

La madre superiora les había entregado todo el dinero que había en el convento por partes iguales, para evitar que lo robaran todo de golpe. A cada una le correspondió 350 pesetas. Y asimismo les entregó una parte de los títulos de la deuda que tenía el convento para su sostenimiento, que en su día se habían adquirido con las dotes de cada una. El resto de los títulos se los entregó para su custodia a una familia de su confianza.

Tras abandonar la casa de Pepa Ladredo, las religiosas consiguieron refugiarse en una casa diminuta de la calle de las Vaqueras número 16, tan pequeña que parecía una jaula y el tejado se podía tocar con la mano.

Y el 7 de agosto irrumpió en esta casa el socialista Simón García de Pedro con el fotógrafo Lemos, flanqueados por tres milicianos con fusiles y dos milicianas vestidas de mono con pistolas. Simón García de Pedro las reunió a todas en una habitación y, bajo la amenaza de los fusiles, les exigió que le entregaran todo el dinero que tuvieran, prometiéndoles que a partir de ahora su manutención iba a correr a cargo del Ayuntamiento y, como alcalde segundo, se comprometió a traerles la comida todos los días.

Amelia García, la miliciana que, en Barcelona se había encargado de no dejar con vida ni una de las monjas con las que se cruzó

Simón García de Pedro y el fotógrafo Lemos se sentaron en unos colchones que estaban doblados en el suelo, y una tras otra fueron desfilando, entregándoles las bolsitas con el dinero que llevaban cosidas en su ropa interior. El edil del PSOE recogía el dinero y lo contaba, y Lemos apuntaba las cantidades en un pliego de barba.

Mientras tanto, las dos milicianas se ensañaban en registrar todo, hasta los libros. A los que tenían forro se lo arrancaban, a la vez que las insultaban diciéndoles que las monjas eran muy ladinas y que escondían los billetes en el forro de los libros y en las plantillas de las zapatillas. Una de las dos milicianas, que se llamaba Amelia García, al ojear un breviario les decía a las religiosas: "estos libros son los que os envenenan". Y a continuación les informó de que ella había venido hacía poco de Barcelona, donde se había encargado de no dejar con vida ni una de las monjas con las que se cruzó.

Creyendo que el Ayuntamiento les enviaría todos los días la comida, pensaban que cada coche que pasaba por delante de la casa les traía la comida. Pero cuando pasaron cuatro días sin comer fueron a ver al alcalde, para comentarle lo que les había dicho Simón García de Pedro; entonces comprobaron que todo había sido una patraña para robarles el dinero, gesta de la que eran cómplices los dos ediles socialistas, el alcalde, Pedro Blas Fernández, y el segundo alcalde, Simón García de Pedro.

Simón García de Pedro también les había reclamado los títulos de la deuda, de cuya existencia tuvo conocimiento, al encerrarse a solas en la habitación con una de las monjas que estaba enferma en cama. Y como nada de esto le habían dicho las demás, el socialista enfureció, y entonces uno de los milicianos para aplacar la ira de su jefe, exclamó:

—Demasiada paciencia tiene el Señor Alcalde Segundo, cuatro tiros a cada una y se acaba en un momento. A lo que contesto Simón:

—Yo sé lo que tengo que hacer, pero si no entregan los títulos, lo pagarán todas, pero las que más lo han de pagar son la superiora y la secretaria. Son las cuatro de la tarde —les dijo el concejal socialista— si para las seis no han entregado los títulos, cerraremos la puerta de la calle, le pondremos sello y quedará un guardia para vigilar, para que aquí no entre nadie a traerles comida.

Cuando se quedaron solas las monjas decidieron entregar los dichosos títulos, porque según dijo una de ellas y todas lo aprobaron, "es muy triste e impropio de nuestro estado dejarnos matar por el dinero. Si nos quieren matar, eso no importa, pero que sea por Cristo y no por el dinero".

Después de quitarles los títulos a las monjas, Simón García de Pedro fue a por el capellán, Eduardo Aliarca, pensando que él tendría más títulos escondidos en su casa. Simón se llevó detenido al sacerdote al Ayuntamiento, donde le sometió a un interrogatorio para averiguar si tenía dinero y títulos de la deuda de las monjas. Cuando les manifestó que no custodiaba ni el dinero ni los títulos de las monjas, le llevaron a su casa para registrarla. Allí nada encontraron.

En contraste con el trato que los socialistas les daban a las monjas, muchos alcalaínos les ayudaron y se volcaron con ellas

Y entonces Simón García de Pedro se lo entregó a los milicianos para que lo asesinaran. Los sicarios del edil socialista lo llevaron en un coche hasta las tapias del cementerio y allí lo fusilaron, justo donde había un basurero. Cayó muerto atravesado por dos balas en el vientre y otras dos en la cabeza, además del tiro de gracia que le propinó uno de sus asesinos. Vejaron su cadáver de forma que da vómito describirlo y después de un rato lo dejaron abandonado, y le pusieron en la cabeza a modo de sombrero un orinal roto y sucio que encontraron en el basurero. Recientemente el Ayuntamiento de Alcalá de Henares ha reconocido todos estos méritos del edil socialista, poniendo el nombre de Simón García de Pedro a una de las calles de la ciudad.

En contraste con el trato que los socialistas les daban a las monjas, muchos alcalaínos les ayudaron y se volcaron en ellas. Cuando días después de estos acontecimientos murieron muy de seguido tres de ellas, una con 31 años, los alcalaínos comprendieron la situación y corrió por la ciudad la noticia de que Las Catalinas se morían de hambre.

Hubo mujeres de Alcalá de Henares que todo lo que podían hacer era ir a las afueras de la ciudad para buscar leña y llevársela a las monjas. Otras, como la señora Petra les suministraba pan, aceite, tocino y judías. Los señores de Yuste les llevaban todos los días un taleguito con comida, y cosas parecidas hicieron el médico, el dueño de la posada, Mariano el droguero y muchas personas que sería largo enumerar.

Quizás de entre todos los benefactores de las monjas, hay que citar el gesto de un pobre que residía en la misma calle del convento de Santa Catalina y que vivía de la mendicidad. Este pobre había sido socorrido por las monjas muchas veces en el convento antes del estallido de la guerra. Y, ahora, compadecido de lo mal que lo estaban pasando ellas, el mendigo por tres veces fue a llevarlas un real, que lo había conseguido de reunir las limosnas que le daban por la calle.

(Continuará el próximo domingo. Lo siento. Hoy me he alargado más de lo que me permite el director de este periódico. Dentro de siete días contaré lo que hicieron con las monjas.)

Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá