En el escenario profundo del debate ético, la frase más actual es ésta: ¿Y por qué no? O su variante: ¿A quién perjudica que?

Por ejemplo, los defensores del Gran Vomitón perdón, gran botellón- de Granada, organizado por los muy progresistas ediles de la capital, responden de esta guisa a los críticos: ¿Por qué no van a poder divertirse los muchachos si, asignándoles un terreno bajo una carpa, a nadie molestan? Eso, ¿Por qué no?

Conste que los botellones no me parecen el disolvente social, el mal de todos los males, como el que algunos nos lo presentan. En un ambiente tan puritano, disfrutar un rato bebiendo alcohol moderadamente con los amigos me parece hasta una buena idea. No, lo que me preocupa es lo otro, el silogismo del ¿por qué no?. Dicho de otra forma, todo debe permitirse y alentarse, si no hace daño a terceros al menos aparentemente. Nada puede prohibirse por sí mismo, porque este mal, dado que ello atentaría directamente contra la libertad individual.

Tenemos ejemplos a miles: Como diría nuestro insigne moralista, Rodríguez Zapatero : ¿Por qué prohibir el matrimonio gay si no molesta nadie? No obligamos a casarse con un miembro de nuestro mismo sexo. O lo de su segunda, Fernández de la Vega, que compone con Zapatero el dúo dinámico de la moral progre actual en España. ¿Por qué vamos a exigirle razones a quienes desean divorciarse? Se le concede ya en tres meses, oiga usted.

Naturalmente, y aunque en principio parezca muy razonable, si desarrollamos esta perversión argumental nos damos cuenta de que caminamos con ligereza hacia un mohoso callejón sin salida. Verbigracia: ¿Por qué vamos a exigir el pago de impuestos a quien no consume todos los impuestos que paga? Dicho de otra forma: ¿cada cual debería aportar a la sociedad aquello que toma de ella? Ni un euro más. ¿Acaso quien hiciera tal perjudicaría a alguien? Solo a los impecunes, claro está, pero, ¿acaso es él el culpable de la legión de pobres que puebla el mundo?

Ya puestos, ¿por qué no vamos a permitir a un señor que pase de largo cuando ve a un hombre herido de muerte en el suelo, cuando no ha sido él quien le ha clavado el puñal? ¿Denegación de auxilio? ¡De ninguna manera! Él no es culpable de su desamparo. Encuéntrese a su agresor y cargue con el muerto (o con el herido).

Con todo, el por qué no es más que la expresión de una ética, de una moral, en negativo. Y los códigos morales no se han creado para prohibir. La ética no es más que el acomodamiento de la conducta a la naturaleza humana. Como la naturaleza humana es de una manera, y no de otra, resulta que la moral sólo pude ser de una manera, y no de otra. ¿Por qué no vamos a otorgarle derechos humanos a los simios? ¿Acaso con ellos se los quitamos a los seres humanos? No, a los simios no le debemos otorgar derechos humanos porque un simio no es humano, no es racional, no elige entre el bien y el mal. Por eso no construye ciudades, ni progresa ni regresa, ni mejora o empeora. Escoge entre lo necesario y lo innecesario, no entre lo bueno y lo malo y, mucho menos, entre lo mejor y lo peor.

Elaborar una declaración de los derechos del simio es un atentado contra la desigualdad de los desiguales, una ofensa al ser humano, por la misma razón que resultaría una ofensa a la mujer construir una maternidad para ratas. No le haría ningún daño a la mujer, pero constituiría un grave insulto a su condición.

Pero es que, además, la moral siempre es en positivo. La moral de mínimos no es moral: es un pestiño. El objetivo de la moral es la felicidad, del mismo modo que su instrumento es la libertad. No se trata de saber si algo daña a un tercero, sino si algo es bueno en sí. ¿Cómo descubrimos que un hecho, una conducta o una actitud es moral? Si pasa la doble prueba del algodón: si se acomoda a la naturaleza humana y si no sólo evita lo negativo, sino que avanza en lo positivo. Entre otras cosas porque la moral progre, heredera del contrato social de Rousseau, elimina la caridad y la solidaridad. En efecto, según la moral progresista, es decir, la inmoralidad progre, el rico no tiene porque ceder parte de su riqueza al pobre: debe dar tanto como recibe de los demás.

Y en cualquier caso : las cosas no son malas o buenas por el efecto que producen en los demás: lo son por sí mismas y por el efecto que producen sobre uno mismo. Y sí, la moral debe juzgar este efecto, tiene todo el derecho a serlo : por eso intentamos evitar el crimen más pavoroso de todos, precisamente el crimen que no hace daño a otro que al asesino : el suicidio.

Eulogio López