Manifestación de las trabajadoras del amor -vulgo putas- por las calles de Madrid.

La cobertura de los medios públicos, naturalmente, a favor de las coimas, quienes solicitan al ayuntamiento un lugar vigilado para ejercer. Otra defensora de tan explotado gremio asegura que la policía debe dejar de vigilarlas porque les espantan los clientes, y así no hay manera de trabajar. La más sincera me parece una que advierte: "Este es mi trabajo y a mí me gusta". Y todas, y todos, los portavoces y los reporteros insisten en la misma idea: este es un trabajo como otro cualquiera y debe tener sus derechos y su regulación. Lo normal, muchacho, lo normal.

Ahora bien, si vender el propio cuerpo que es un trabajo como otro cualquiera, nada inmoral porque la moral no existe, en absoluto denigratorio contra la dignidad de la mujer, entonces ¿por qué la gran mayoría de las manifestantes escondían la cara bajo antifaces? Si todo es un trabajo digno de todo respeto, ¿por qué ocultar la identidad?

Pero como nos hemos vuelto todos un poco lelos, hay que presumir que nada nos afecta y que todo es normal.

No lo es. El problema moral de la prostitución no es el proxenetismo: eso es una inmoralidad montada sobre otras, inmoralidad al cuadrado. El problema moral de la prostitución es la propia prostitución, una mujer que ofrece su cuerpo al mejor postor.

Porque si se trata de una actividad más, ¿por qué se ocultan? Se oculta aquello de lo que uno se avergüenza y aquello de lo que se está muy orgulloso pero que forma parte de la intimidad. Y, precisamente, lo que una prostituta vende es su intimidad.

No, se ocultan porque lo que hacen no es un trabajo "como otro cualquiera"; lo que ocultan es su ignominia.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com