Sr. Director:
En tiempos pasados pero recientes, cuando aún conocíamos el significado cristiano de estas fiestas y no nos habían convertido a los renos en insólitos animales de compañía, el belén doméstico se alzaba como centro de las celebraciones familiares.
Un belén que contaba con activo protagonismo infantil ya desde su confección porque, junto a María, José y el Niño, era capaz de reunir a una variopinta población formada por personajes de cualquier época, tamaño y condición; y especialmente si se trataba de población animal, donde podíamos encontrar desde la inocente familia de patitos bañándose en un río de plata con restos de chocolate, hasta a las peores fieras salvajes que merodeaban entre los riscos de corcho cercanos al castillo de Herodes.
Un belén que aglutinaba a los niños de la casa (por entonces había muchos niños en las casas) para cantar villancicos ante el deslumbrante momento en la historia de la humanidad que, aún siendo muy pequeños, bien sabíamos que estábamos celebrando. Villancicos de letras festivas e ingenuas la mayoría de las veces, que aún seguimos cantando y que incluso pueden llegar a herirnos si nos cogen estos días con la guardia baja: «La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más». Una verdad demasiado rotunda que encierra otras verdades demasiado grandes, como para despacharlas entre sonidos de pandereta. Navidad para recordar a los que ya se han ido. Navidad para recordar que también nos iremos nosotros, y otros vendrán después. Navidad para recordar que aquí estamos de paso, y que sólo quedará de nosotros en esta tierra lo bueno o malo que hayamos hecho. Aunque sólo fuera por la oportunidad de recordarnos tan determinante verdad, bienvenida sea la Navidad.
Miguel Loma