En noviembre pasado se cumplieron 75 años del martirio de miles de españoles que dieron su vida por Cristo.
En este contexto cabe recordar que la sangre de los mártires no sólo es semilla de cristianos, sino sangre que reconcilia y trae la paz purificando los corazones. Vivieron amando y murieron perdonando. Por ello, en buena medida, los mártires son un indicador de la vitalidad de la vida de la Iglesia.
Esto no significa que la Iglesia celebre la persecución o las torturas, ni que traiga a la memoria la actitud de los verdugos y menos aún la ideología que sustentó en cada caso el odio contra la fe. La Iglesia celebra, también de forma particular en los mártires de los años 30 del siglo XX, el amor más grande que cada uno de sus hijos fue capaz de expresar, aún en aquellas circunstancias tan terribles. El odio contra la fe ha sido, a lo largo de la historia, una ocasión privilegiada para expresar un amor más grande, un amor que muere perdonando a los asesinos y sacando a la luz lo mejor del ser humano, frente a la irracionalidad y la barbarie.
La memoria de los mártires es un estímulo para seguir a Cristo hoy, en medio de las dificultades propias de un tiempo complejo. Ellos nos siguen enseñando el camino del cielo y, mostrando con su entrega total, que ni el odio ni la muerte tienen la última palabra.
Jesús Domingo Martínez