Titular del diario El Mundo, en portada, del viernes 10 de septiembre: "Los inmigrantes son ya mayoría en una cárcel de Madrid y cuatro de Castilla y León".

 

Esto recuerda aquellas tendencias eugenésicas de principios del siglo XX, que trataban de diseccionar la mentalidad del delincuente y acababan por afirmar, con toda hondura científica, que los delincuentes solían ser de extracción humilde, y que en las cárceles había mas proletarios que ricos. A lo mejor era porque fuera de la cárcel, los proletarios superaban en número a burgueses y ricos o, también, porque los ricos sólo cometen delitos indemostrables, o quizás porque no necesitan cometerlos. Los pudientes rara vez van a prisión. A la cárcel van los tontos o los que carecen de medios para evitar la trena.

 

¿De verdad alguien pensaba que con el aluvión migratorio (de suyo lo mejor que le ha pasado a España en los últimos años) no iba a generar reclusos extranjeros? ¿De verdad creía alguien que los extranjero acomodados, que no necesitan robar para subsistir o burlar la ley para llegar a fin de mes, en pocas palabras, los instalados, van a abandonar sus lugares de origen, sus hogares, para venir a España? ¿De verdad pensaba alguien que la primera generación de inmigrantes va a estar plagado de Einstein y teresas de calcutas?  

 

El Mundo ya ha dado el paso. Toda la progresía está dando el paso: ya no es políticamente incorrecto decir estas cosas, por lo que la puerta hacia la xenofobia se ha abierto. La xenofobia no cunde en un país cuando un chiflado radical golpea a un keniata, a un peruano o a un magrebí, sino cuando la opinión pública dirigente empieza a tratar la inmigración, no como el ejercicio de un derecho, no como un reto para la solidaridad, sino como un problema. En este caso, un problema carcelario.

 

Los inmigrantes están aportando a España y a toda Europa lo que más necesita: vitalidad. Están cuidando de nuestros hijos y nuestros ancianos, y encima están aportando lo más necesario para que una sociedad exista: personas.

 

Las fronteras deben abrirse, sin miedo al foráneo. Lo único que hay que hacer es  obligar al inmigrante a respetar el sistema de vida del país que le acoge. Lo malo es que el sistema de vida europeo estaba basado en el Cristianismo, que incluía el respeto sagrado a la persona humana, elevada a la categoría de hijo de Dios. Y resulta que son los europeos los que han abjurado del Cristianismo. Y quien no es fiel a sus principios, no puede exigirlos al visitante. 

 

Eulogio López