El vicepresidente económico del Gobierno, Rodrigo Rato, ha planteado el debate electoral en materia económica allí donde le interesaba. Ante el consiguiente escándalo sindical, afirma don Rodrigo que hay que reformar el mercado laboral y, en concreto, reformar los convenios colectivos. Por ejemplo, pide don Rodrigo que no se liguen los salarios a la inflación, lo que, en román paladino, significa que se supriman las cláusulas de revisión salarial automáticas. Prefiere don Rodrigo que los salarios se liguen a la productividad.
En principio, no habría nada que oponer, si no fuera porque la productividad es algo muy difícil de medir. Pero el problema de la propuesta de Rato no es que sea mejor o peor, sino que resulta bastante impertinente. Con los resultados empresariales de 2003 en la mano, se pueden ver los efectos de una política económica que, por lo demás, ha tenido bastantes éxitos. Es decir, 2003 ha sido un año de grandes beneficios empresariales, especialmente en las grandes compañías, pero conseguidos a costa de la reducción de gastos, de la reducción de plantillas y del aumento de las subcontrataciones. Rato sabe perfectamente que aumentar la productividad y mejorar la rentabilidad por trabajador son dos cosas distintas. La productividad del trabajador lo marca los ingresos que aporta con su trabajo. Un concepto que, además, es mucho más fácil de medir en la producción de bienes que en la producción de servicios.
Por lo demás, España es un país con un crecimiento económico muy por encima del europeo, pero conseguido gracias a un esquema de salarios bajos y a un áspero tratamiento de la juventud. Los jóvenes españoles cada vez están mejor preparados, pero se pasan sus diez primeros años de vida laboral con contratos basura, sueldos magros y acceso imposible a la vivienda. En esa tesitura, lo que España necesita no es precisamente una modificación de la política laboral. Al menos, no en esa línea.