Acabo de ser abuelo, abuelo neonato. Y había olvidado lo que era un bebé, hijo de mi hijo. Bueno, de mi hija, en este caso.

Mi análisis es claro, casi rotundo. Un bebé es un marranazo tremendo, cuya principal diversión consiste en orinar y defecar, a la menor oportunidad, sobre sus prójimos, es decir, sobre todo aquel que se sitúe en sus proximidades.

Como decían mis profes, los hermanos maristas -qué cacao mental tenían, los pobres, allá por los años setenta- el bebé no es egoísta sino egocentrista, lo cual, a un adolescente, como yo era en el momento de autos, le recordaba las sutiles diferencias que intentaban inculcarnos, con poco éxito, entre erotismo y pornografía y que a mí tanto me costaba desentrañar.

Lo dicho, mi nieto es un guarrazo pendiente de que los demás, especialmente sus padres, trabajen y velen por él, no él por nadie. Es un egoísta de tomo y lomo y así debe ser.

Ahora bien, mi nieto, dos semanas de vida fuera del seno materno, no capta los sonidos correctamente, no ve, no razona, jamás escribiría un editorial de El Mundo (espero que tampoco lo haga de adulto) pero, eso sí, capta el cariño a la perfección, lo busca y anhela. Es, como todos los bebés, un mimoso de mucho cuidado.

Ojo, mi nieto, y el resto de recién nacidos, no dan cariño pero lo inducen. Cuando uno contempla un recién nacido comprende la barbaridad del aborto (¿cómo puede matar a su propio hijo) y comprende por qué a hombres recios, bien templados, y a mujeres de entereza colosal, se les cae la baba por ambas comisuras.

Mi nieto no da cariño, pero lo induce. Por eso digo que la paternidad es lo más parecido al amor de Dios por el hombre. El primero no necesita para nada al segundo pero el hombre puede inducir, con su fragilidad, el amor de Dios. Amor que le llevó a la cruz.

Como mi nieto, Cristo sólo busca que el hombre acepte su cariño. Y mi nieto acepta el cariño de sus padres sin hacerse de rogar. Aunque luego orine sobre sus amantes progenitores con gran entusiasmo. Y sobre su abuelo, el muy bandido.

Eulogio López

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