García de Polavieja hace un riguroso análisis sobre el documento preparatorio del Sínodo para la Familia. Es decir, que es más riguroso que mi artículo sobre el mismo documento, tras las primeras crónicas de, por ejemplo, Juan Vicente Boo. Lógico: el profesor Polavieja no es periodista.
Pero me temo que las conclusiones son las mismas. El documento se basa en una en encuesta y resulta que las encuestas no son la mejor forma de hacer Magisterio.
En cualquier caso, lean el artículo que publicamos a continuación, porque me temo que los progres quieren destruir a la Iglesia y los celotes, los falsos tradicionalistas, quieren conquistarla. Y, de paso, lean el pre-documento del Sínodo. Descubrirán que la doctrina católica no ha cambiado, porque no puede cambiar. Pero la forma de presentación puede prestarse a confusión. De hecho, se presta.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com
La Iglesia, entre dos fuegosUna de las mayores dificultades actuales es defender las verdades de la Fe contra los progresismos abiertamente anticrísticos, sin hacer con ello el juego al falso tradicionalismo. Parece un signo terrible y, a la vez, significativo de los tiempos últimos, que la ofensiva final contra la Iglesia se realice simultáneamente por los doblegados ante el mundo y por los refractarios al diálogo con el mundo. Diálogo que emprendió en su día la Iglesia contemporánea, conducida por el Espíritu Santo.
Mientras los primeros se dedican, con absoluta impunidad, a poner en solfa todos los principios doctrinales y morales, amparándose en ambigüedades, o en consignas publicitarias inconsistentes; los otros, confirmados en su ceguera por la relegación del magisterio de los últimos papas, aprovechan el marasmo para reivindicar razones que nunca existieron: Achacan sistemáticamente los males presentes a lo que llaman –igual que los progresistas– "espíritu del Concilio" o a la obra de los santos y grandes pontífices Juan Pablo II y Benedicto XVI, que no han entendido.
La distorsión del Evangelio y la fractura de la cruz de Jesucristo prosiguen, desde extremos que son, en realidad, antítesis de la misma dialéctica. Contrarios surgidos con distinto aliento, pero de similar impronta racionalista. El odio a Jesucristo de los primeros es, ciertamente, mucho más grave que la presunción de celo de los segundos. Pero el resultado es igualmente nefasto. Porque mientras aquellos tratan de arrancar el poste de la cruz, hincado en el suelo que, apuntando al cielo, simboliza la verticalidad trascendente; Éstos quisieran, sin saberlo, romper el palo horizontal. Quebrar los brazos abiertos que redimen al mundo. Pero no hay cruz sin ambos trazos, vertical y horizontal. Porque la primacía de lo sagrado se hace amor en la horizontalidad sublimada.
Un ejemplo de esta tenaza contra la Fe lo hemos visto tras la presentación del Instrumentum laboris elaborado por los preparadores del próximo sínodo sobre la familia: Por un lado, la maquinaria manipuladora del Nuevo Orden Mundial (NOM), con su táctica de presentar consumados hechos que distan de serlo: presión ejercida en base a la mentira y fomento de una "opinión" que pretende condicionar en octubre las deliberaciones del sínodo. Hemos visto la admisión a la Eucaristía de los divorciados con uniones posteriores presentada como un hecho concluso. En algún medio atribuyendo al documento frases inexistentes; en otros celebrando un supuesto "reconocimiento por la Iglesia del descrédito de sus ideas".
La legítima aprensión de los fieles desinformados, junto con los recelos que suscita el muestrario de tendencias variopintas, no ha podido eliminarse con el conocimiento de la verdad: En este caso, la evidente imposibilidad de elucubrar pautas pastorales capaces de rebajar una doctrina tan clara como la que protege la Eucaristía y el matrimonio.
Gran cantidad de católicos no han contemplado el triunfo momentáneo de las voces alzadas en defensa de la doctrina. Cardenales, obispos, sacerdotes beneméritos, teólogos y seglares de varias latitudes. Un auténtico coro auténticamente defensor, este sí, de la ortodoxia. Un coro que ha sido capaz de acorralar al sofisma en sus contradicciones, por mucho que la batalla diste de estar ganada. Y por mucho que esta vitalidad reconfortante no haya logrado calmar el malestar de los fieles.
El falso tradicionalismo, en cambio, a través de sus portales, se ha lanzado de inmediato a explotar el malestar. Pero a estos modernos celotes no les basta, como a los defensores de la verdad, señalar la tendencia, discutible pero no rechazable, del documento de trabajo, ni apelar lealmente a la conciencia doctrinal: Su sello distintivo es la imputación de los problemas presentes a lo que imaginan ser desviaciones pasadas. Las posibles carencias actuales, retrotraerlas y arrojarlas sobre los hombros de la gracia y del vínculo anterior. Se le achaca un doble lenguaje al Instumentum laboris, pero como prolongación del supuesto doble lenguaje conciliar e incluso de la "doblez" del Catecismo de la Iglesia Católica (¡!). El talante de estas denuncias se traiciona con el ataque al tesoro doctrinal legado por San Juan Pablo II, garantía providencial de ortodoxia frente a unos y otros. El pueblo cristiano sabe bien que tiene en este catecismo el refugio más seguro.
La manipulación de estos "ortodoxos" no desmerece la de aquellos. Si allí se añaden frases inexistentes, aquí se ocultan epígrafes resolutivos: El documento sería ambiguo, según ellos, por seguir las pautas del Catecismo. Se rechaza el tratamiento de la homosexualidad denunciando un rigor –que estaría en el número 2357 del C.I.C.– "dispuesto deliberadamente" para quedar desvirtuado por el número siguiente, donde se exhorta al respeto, compasión y delicadeza hacia los homosexuales (2358). Y se oculta el número posterior (2359) donde estos son llamados a la castidad. Este proceder es tan capcioso como el de los progresistas, porque menosprecia una enseñanza capaz de compaginar la verdad y la caridad, es decir, auténticamente evangélica.
Los cristianos estamos pues, en este momento crítico, entre dos fuegos. La situación es complicada, sobre todo, porque exige para afrontarla un conocimiento suficiente de los signos de los tiempos. Pero la ausencia de ese conocimiento es la gran laguna, ya humanamente irreparable, que mantiene al grueso de los fieles en la incomprensión de los problemas. La fe, la esperanza y el amor, alimentos teologales de la Iglesia, se ven privados del marco de realidad donde podrían ser operativos. El racionalismo y la autocomplacencia, al erradicar la humildad, han bloqueado en gran medida la misión profética y precursora de Nuestra Señora, convirtiéndola en "la voz que clama en el desierto". Este rechazo de las mariofanías escatológicas no se agota en los medios anticrísticos o en los falsos tradicionalismos: También afecta amplios sectores ortodoxos, recortando el alcance de su voluntad profética.
El racionalismo y la autocomplacencia no son errores del clero, ni del prójimo, ni maldades estructurales. Son enfermedades del espíritu sembradas por el enemigo con especial virulencia en la tribulación final, y nos afectan a todos. Todos sin excepción afrontamos estos momentos desde nuestras concepciones y elucubraciones particulares. Es cierto. Con riesgo de amoldar a ellas nuestro testimonio. Un testimonio que, en cualquier caso, no debe dejar de darse. Porque el pueblo fiel recibe -y recibirá cada día más- del Espíritu Santo el discernimiento suficiente para distinguir los caminos rectos de los desviados.
Y es que el remedio para estos últimos tiempos es la humildad. Dicho de otra forma, es la imitación, la comunión de vida, la fusión filial con la Virgen María. Sólo con Ella se adquiere la conciencia eucarística necesaria para la transformación en el Misterio todopoderoso y pronto arrollador que sostiene nuestra fe. Sólo con Ella se distinguen los mensajes pródigos del Cielo de las chapuzas de confusión infernal. Y sólo con Ella podemos disparar hacia los dos frentes que nos rodean sin perdernos en ellos. Porque con Ella no dispararemos balas de desprecio, ni a derecha ni a izquierda, sino dardos de amor que son llamadas a la rectificación… Sin dejar por ello de ser afilados.
J. C. García de Polavieja P.