Carezco de la muy humana confianza en el ser humano, feo vicio con el que lucho cada día, por el momento sin mucho éxito. Por eso, cuando leí el presente informe de la Agencia Zenit (¿les he comentado que Zenit, información puntera realizada desde Roma en seis idiomas, es obra de un joven periodista español llamado Jesús Colina? ¿No? Pues se lo comento ahora. Y es que no hay agallas en la Asociación de la Prensa para otorgar a Colina todos los galardones que se merece, que son todos) volví a fallar, queridos hermanos, a la caridad. Y, como, para mayor vergüenza, no creo en las casualidades, sólo en las coincidencias, resulta que he llegado a sospechar -¡Dios me perdone!- que estos continuos ataques y equívocos alrededor de la Iglesia de Cristo no ocurren porque sí. Tampoco digo que se trate de una conspiración. No es necesario, insisto: el siglo XXI no es la era de las conspiraciones, sino de los consensos. En la sociedad de la información, no se trata de dirigir a las masas, sino de manipularlas a través de lo políticamente correcto, que es como nuestros abuelos llamaban al tópico.
Del informe de Zenit colijo que cualquier majadería sobre Cristo es aceptada por los medios informativos salvo la única no-majadería, el Evangelio, la obra más documentada de toda la historia de la humanidad.
Pero los mentirosos tienen doble delito: por una parte faltan a la verdad de forma fehaciente, azuzados por su Cristofobia; por la otra, confunden a personas que, con toda su buena intención, sin prejuicios, sin tópicos, afirman: Pues a lo mejor tienen razón, tengo pocas herramientas para refutar lo que dicen los poderosos medios informativos. Ciertamente, Cristo nunca permite la ignorancia invencible, pero la confusión de los medios es poderosa, no por la fuerza de sus argumentos, sino por la violencia de los datos. Este es el instrumento más diabólico de la sociedad de la comunicación: vence el que tiene información, no criterio, porque a un razonamiento puede oponerse otro razonamiento, pero a un dato sólo puede oponerse otro dato. Cuando el cantamañanas de James Cameron afirma que ha encontrado la tumba de Cristo, a su señora, la Magdalena, y a unos cuantos retoños, y a un cuñado templario que pasaba por allí, ascendiente directo de Thomas Jefferson y los padres de la nación americana, y alude como prueba inequívoca a unas inscripciones en los tales catafalcos, Juan Español, residente en un pueblo de Zamora -o en el centro de Madrid- sólo puede advertir: pues no lo sé. No he visto las tumbas, no he estudiado arqueología y no puedo trasladarme a Oriente Medio para comprobarlo. Y aunque pudiera hacerlo, no tengo el menor conocimiento de lenguas semíticas. Lo único que puedo hacer es decidir en quién confiar; si en la Iglesia o en James Cameron.
Esta confusión que llena la tierra no hace referencia a los dogmas ni a la historiografía bíblica. Tampoco al cuerpo de creencias básico. Ejemplo: la manipulación que se ha perpetrado con el espinoso asunto del limbo. Lo que más me sorprende de la Cristofobia y de los comecuras en general es su irredento clericalismo. Cuestiones como el limbo les tienen preocupadísimos, y enseguida se prestan a titulares de esta guisa: "El Vaticano dice que el limbo no existe". (Esto me recuerda la ridícula polémica sobre las palabras de Juan Pablo II "El cielo no es un lugar". No, si te parece va a ser un lugar). Pues bien, la Iglesia no ha dicho que el limbo no existe (y otra vez tengo que acudir a Zenit), pero es que no se ha hecho la miel para la boca del asno.
Ahora bien, la fe consiste en decidir en quién confiamos -en la Iglesia o en Dan Brown, en los Evangelios o en James Cameron- se plantea habitualmente en términos equívocos. No es que la fe sea una lotería con la que unos son premiados y los otros marginados. No, la fe es un regalo que se otorga a todo el mundo, lo que ocurre es que algunos agradecen el don y otros lo rechazan. Y no es una cuestión del intelecto, sino el corazón. Con palabras de Maurice Blondel: "Únicamente en el vacío del corazón, en las almas de silencio y buena voluntad, es donde una revelación se hace escuchar desde fuera. El sonido de las palabras y el resplandor de los signos no sería nada, sin duda, si no tuviese interiormente un propósito de aceptar la claridad deseada, un sentido ya preparado para juzgar la divinidad del verbo oído".
Al final, el futuro no depende de la fe, sino del amor. Benedicto XVI, un Papa tan intelectual que sólo sabe hablar del amor, lo ha dicho en Pavía, ante la tumba de San Agustín: "El amor es el alma de la vida de la Iglesia". Los hombres no conocemos por nuestro intelecto, sino por el amor que nos hace confiar en Cristo o en una serie de personas e instituciones, confianza que no le otorgamos al resto. Y eso que algunas llamarían instinto constituye la única sabiduría infalible.