"Es que usted confunde sentido y sensibilidad". Andaba yo dando charlas a jóvenes universitarios (desde aquel día, nadie ha conseguido meterme en un berenjenal semejante), intentando, como buenamente podía, distinguir entre enamoramiento y amor, y entre amor y matrimonio, más que nada porque, como diría Chesterton, el divorcio no es cuestión de mala moral, sino de mala metafísica. Pues bien, las palabras con las que he iniciado este libelo proceden de uno de mis oyentes de aquel día, violentamente irritado por la grisácea frialdad de mi exposición. Naturalmente, alguien me explicó que el muchacho estaba enamorado y, claro, hay cosas que no se deben decir, según cuándo y dónde, por muy ciertas que sean.
Pues bien, si a alguien puede servirle de algo mi experiencia, le comentaré que es un completo absurdo dar coces contra el aguijón, intentar explicar a un conjunto de adolescentes que los sentimientos, por muy nobles que resulten, no son los más humanos que poseen los seres humanos. Aún más, resultan que los sentimientos, desde luego el enamoramiento, es algo pasajero y transitorio, y que sólo el amor permanece. Ahora bien, un adolescentes verá el asunto justamente al revés. Lo único sincero, permanente, pleno, es el enamoramiento. El amor, o entrega, resulta demasiado frío, por no hablar del matrimonio, que es (y en verdad es) un contrato, gélido como un burócrata.
Y tampoco pasa nada porque así ocurra. Lo malo es cuando la gente de edad adulta, incluso provecta, continúa comportándose como adolescentes. Lo malo es cuando los ensayos, novelas, películas y series de televisión consagran el imperio de los sentimientos, porque entonces es cuando vivimos una adolescencia dilatada, permanentemente alargada hasta los 40 o 50 abriles. Por lo general, aquellos que no han superado la adolescencia suelen ser viejos nostálgicos, enredados en un pasado (más falso que una moneda de 3 euros), bebedores de agua, que diría, otra vez, mi adorado Chesterton.
Por fin he podido terminar de leer el libro de Carlos Ruiz Zafón, titulado "La Sombra del Viento". Un libro bien hilvanado en medio de una pléyade de libros deshilachados, sin esqueleto. No me extraña que haya encontrado miles de lectores fieles. No me extraña que Fernando Lara, su editor, blasone de ser el primero que consideró que aquella obra, casi primeriza, iba a convertirse en un éxito de ventas.
Sólo hay un problema: La Sombra del Viento es una novela adolescente, por tanto lánguida, por tanto triste, por tanto desesperanzada. No sólo porque su inicio sea la historia narrada por unos ojos adolescentes, sino porque esos ojos nunca han dejado de ser adolescentes. El franquismo, y en concreto la postguerra española, no debió de ser tan mala como nos la pintan cuando hay tantos millones de españoles obsesionados con esa época. La Sombra del Viento está obsesionado con ella como está obsesionado con el lenguaje escrito, lo cual es hermoso sí, pero aún más hermoso, más definitivo, más profundo y más humano es la expresión oral, la palabra hablada, que nunca se la lleva el viento porque se clava en los corazones. Y si no se clava, es porque no merecía la pena. No vive el hombre de palabra escrita: vive de la palabra hablada, del boca a oído. El hombre, casi por naturaleza, es ágrafo, aunque a los periodistas 'interneteros' nos convenga que esta verdad palmaria no se divulgue en exceso.
Pero volvamos a la adolescencia, a la explosión de los sentimientos. La progresía no fue más que eso: un ataque frontal contra la lógica en nombre de los sentimientos y pasiones menos duraderos, y un ataque contra la razón en nombre de un racionalismo mentecato, incapaz de reconocer una certeza aún cuando se tenía delante de las narices.
Naturalmente, sentimiento es frustración, porque al hombre sólo le sacia la eternidad. Los personajes de Ruiz Zafón no tienen asidero. No es que actúen mal o bien, es que no saben dar razón de sus grandezas ni de sus miserias. Exhiben sus sentimientos como si fuera el Misterio de la Santísima Trinidad, cuando apenas tienen algo de misterio y están hechos de caducidad.
Cuando el ínclito alcalde socialista Enrique Tierno Galván puso de moda la 'Movida' madrileña, le preguntaron a un Pedro Almodóvar, que en aquel entonces aún hablaba con los mortales, cómo resumiría esa 'Movida', el gran movidón capitalino, y respondió:
-Languidez, veo mucha languidez. Gente tumbada en sillones, que apenas habla.
Y que apenas sonríe, podía haber añadido, presas del mal de melancolía. Es la adolescencia dilatada.
Es la sociedad adolescente. Sí, pero al adolescente no hay quien le aguante porque no se aguanta ni él mismo.
El adolescente no distingue entre el bien y el mal, ni entre lo verdadero y lo falso. También confunde lo bello y lo feo, y hasta considera una imposición intolerable cualquier canon de belleza. El adolescente dice: Siento, luego existo.
Traducido: Ruiz Zafón narra muy bien pero, oiga, ¿a mí qué me importan las tontunas de iniciación sexual de un mocoso de 15 años? Un mocoso de 15 años nunca puede ser un modelo. Lo que ocurre es que hay muchos cuarentones que siguen siendo "mocosos de 15 años", de los que no confunden sentimientos, sensibilidad, sentidos, sensaciones y que sé yo cuántos 'sen' más.
La Sombra del Viento es muy triste, como la adolescencia.
Eulogio López