La importancia de la familia en la transmisión de la fe es un dato de experiencia universal.
Quienes hemos tenido la suerte de nacer en una familia cristiana, sabemos que en ella hemos descubierto las grandes realidades de nuestra fe: que Dios es nuestro Padre, que Jesucristo es nuestro Redentor, que el Espíritu Santo es nuestro Santificador, que la Virgen es nuestra madre, que la Iglesia es la gran familia donde la fe se celebra y robustece, que todos los bautizados somos hijos del mismo Padre y, por tanto, hermanos, etc.
En ella hemos aprendido a rezar desde la más tierno infancia, con oraciones sencillas y breves pero entrañables, que quizás seguimos rezando cuando somos mayores. La familia fue quien nos dio la posibilidad de entrar a formar parte de la Iglesia, mediante los seres queridos. También la petición del bautismo, cuando apenas habíamos nacido. Luego nos ayudó a prepararnos a la Primera Comunión y a la Primera Confesión y nos estimuló para asistir a la catequesis.
Algo parecido ocurre con la transmisión de los grandes valores. En la familia se aprende a convivir con los demás, a quererlos en medio de la diferencia, a aceptarlos tal como son, a valorarlos por lo que son más que por sus cualidades, a quererlos aunque tengan deficiencias físicas o psíquicas.
En la familia se aprende a compartir, a perdonar, a ayudar a los demás, a trabajar, a sufrir, a disfrutar con las grandes alegrías y llorar con la separación de los seres queridos. También se aprende en la familia a respetar a los mayores, a prestar pequeños pero constantes servicios sin esperar nada a cambio a ayudar a los demás, especialmente a los necesitados y a los enfermos.
Enric Barrull Casals