El piloto Alejandro Ferreño -"o así", que dijo un vasco-  está dispuesto a enseñarme la mano y algo más, porque se siente ligeramente molesto con mi artículo "Sindipijos", y eso que cambié el título en el último minuto, porque mi primera opción de titular era "Pijocatos".

Al parecer estoy equivocado, y el hecho de que los controladores se pongan enfermos todos a un tiempo se debe al calentamiento global y los retrasos y anomalías en los vuelos de Iberia -que no de otras compañías- no son producto de una huelga de celo en vísperas de la negociación del convenio, sino de la niebla, es decir, al cambio climático.

Siendo así retiro mi conclusión de que los pilotos y controladores se dedican a chantajear a los viajeros. Seguramente, el culpable debe estar en otro lado. Los controladores se dejan la vida por un buen servicio y los pilotos se desvelan por el pasaje. No se hable más. Todo esto recuerda aquella genial viñeta de Forges, donde parece un policía municipal multando a un conductor, y entre ambos se establece el siguiente diálogo:

-Joé con estos guindillas. Parece que sólo están para poner multas.

A lo que el uniformado aludido responde:

-No, si te parece estamos para servir al público.

Porque hay dos perlas de don Alejandro, a quien no pretendo enseñarle nada, palabra, que me han dejado muy preocupado.

La primera es su arriscada -y arriesgada- declaración de que utiliza el salario para alimentarse. De ello deduzco que el señor Ferreño debe tener la solitaria en el cuerpo. Veamos: el salario medio de un piloto de Iberia es de 150.000 euros anuales, por, ojo al dato, 721 horas de vuelo al año, 65 al mes, 2,1 al día. Sí, han leído bien, 2,1 horas de vuelo al día (2,8 si se trata de pilotos de radio corto o medio). Como sólo me ha enseñado la mano, desconozco la fisonomía completa del piloto Ferreño pero le aconsejo no dedique sus ratos libres a alimentarse: podía resultar fatal para su salud. Ni un Airbus 380 le sostendría en el aire.

Sus compañeras azafatas no tienen ese problema, dado que cobran la tercera parte, y tampoco el personal de tierra, cuya media retributiva sale por algo más de la quinta parte de un piloto: 34.000 euros. Son éstos, los de tierra, no afiliados al sindipijo SEPLA, los que aguantan la justificada ira de los clientes -los que les pagan el sueldo a los tres colectivos-.

Otro detalle. Percibo que en todas las elegantes cartas que me envían los pilotos agraviados por mi artículo una mezcla de vanidad y autocompasión, una combinación paradójica mucho más habitual de lo que parece. Por ejemplo, alguno me ha recordado que ser piloto de Iberia es la cima más alta que puede coronar un ser humano. Un sentimiento un tanto aristocrático, cuyas consecuencias veremos enseguida.

Orgullosos sí, pero al mismo tiempo dolido por los soterrados ataques de la prensa vendida al capital (aquí sí que tiene razón el sindipijo Ferreño, pero no en la forma que él se imagina: resulta un pelín más sofisticado).

Está claro que los pobres pilotos sufren lo indecible por la campaña de acoso mediático a la que se ven sometidos en su heroica jornada laboral. Por ejemplo, disponen de coche con chófer que les va a buscar a casa y los devuelve cuando acaban el vuelo. De esta forma, los muchachos se relajan. 

Duermen en hoteles de cinco estrellas, sus familias viajan gratis y en el avión, no son jefes, sino amos.

Pongamos un ejemplo. El del comandante de Iberia -de cuyo nombre no quiero acordarme, aunque podría hacerlo- quien el pasado 15 de julio de 2008 bajó del avión a una familia guineana (matrimonio y dos hijos pequeños), titulares de la tarjeta IberiaPlus, que viajaban a Valencia alegando que "olían mal". Sí, textual, a su juicio olían mal. Ni se molestó en ir a verlos en cabina. Percibió un olorcillo que no le gustaba, y en lugar de auscultarse, preguntó por el origen, encontró la respuesta buscada y ordenó que a los guineanos que los bajasen del avión. Se da la circunstancia de que esa familia venía de Malabo con conexión a Valencia e Iberia les recolocó dos horas más tarde en un vuelo de Air Nostrum que viajaba a la capital del Turia. Pese a que el avión era más pequeño, no tuvieron ningún problema, ningún cliente se quejó.

Iberia suprimió el rango de comandante a nuestro perfumista, aunque días después le restituyó en el cargo tras pedir perdón con el rabo entre las piernas y reconocer que se había extralimitado en sus funciones. En su disculpa dijo que no había habido racismo y prueba de que él no era racista es que estaba casado con una dominicana. Y éstas, claro éstas, huelen mucho mejor que los guineanos.

Esperemos que nuestro piloto, miembro del Sindipijo, no se vea obligado a transportar a la nueva familia presidencial norteamericana.

Y todo esto no importaría una higa, no sería más que una polémica, una entre muchas, periodístico-piloteril, si no fuera porque resulta dolorosamente ilustrativa de lo que realmente ocurre: un colectivo profesional que, como tantos otros, ha perdido su vocación de servicio al público, referencia y objetivo últimos del trabajo de cualquiera. Y si se pierde de vista ese objetivo, no es que la economía no funcione, es que no funciona la sociedad. Pilotos, controladores y ministrales no están sirviendo al público, sino sirviéndose del público para su propia egolatría. Y eso, mis queridos amigos, es algo mucho más preocupante. Y hasta molesto.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com