La verdad es que, por el momento, el siglo XXI ha aportado poco a la historia del pensamiento, aunque mucho a la consolidación de la barbarie. La centuria casi recién comenzada –en términos económicos llevamos un 7% del siglo, que no está mal- se queda, por el momento, en continuidad posmoderna del moderno siglo XX. Digamos que en el siglo XX nos matábamos y en el XXI nos suicidamos.

Y tampoco la vigésima centuria anduvo generosa en generación de ideas, no: lo único que hizo fue ejecutar las ideologías homicidas del modernismo decimonónico que, a su vez, desarrolló las raíces de la Revolución francesa, el momento en que la humanidad empezó a dudar de la existencia de Dios para acabar, dos cientos y pico años después, ahora mismo, dudando de la existencia del propio hombre, al menos como ser racional y, en ocasiones, razonable. Y es que el progreso es imparable, y ya lo decía don Hilarión: hoy los tiempos adelantan, que es una barbaridad.

Pues bien, el siglo XX se lleva, por ahora, la palma del más homicida de la historia, y a medida que avanzaba batía todas las marcas, en forma de guerras, suicidios, abortos, hambrunas y otros fenómenos ‘sociales'. El último cuarto de siglo, le tocó a un polaco, Karol Wojtyla, pilotar la nave de la Iglesia, esa de la que, aunque algunos no lo sepan, depende la marcha del mundo. Cuando la Iglesia funciona, el mundo camina; cuando los católicos somos infieles, el mundo se enerva. Y a Juan Pablo II le tocó tomar el timón en mitad de una crisis como no se había conocido en muchos siglos, con un mundo al borde permanente del cóctel explosivo entre el estallido latente y el tedio presente.

Como decíamos, esa fase final del siglo XX fue la que le tocó en suerte a Juan Pablo II. Mucho escribió el entrañable obispo de Cracovia y mucho se ha escrito sobre él, pero me ha gustado especialmente la obrita que acabo de terminar. "Una vida con Karol" (Ediciones La Esfera), los recuerdos del hombre que estuvo a su lado durante 40 años, su secretario Stanislao Dziwisz, actual obispo de la capital histórica y universitaria de Polonia: la mencionada Cracovia.

Sólo se conoce a los personajes históricos escuchando a sus colaboradores más próximos. O como decía Chesterton: "Si quieres saber cómo es una mujer no le mires a ella, porque puede que sea demasiado lista. No mires a los hombres que la rodean, pues puede que sean demasiado tontos. Mira a otra mujer que esté a su lado, a ser posible una que esté a sus órdenes". Pues el que estuvo al lado del penúltimo pontífice, y a sus órdenes, fue Stanislao. Le cedo la palabra:

"Todo el edifico del episcopado, incluido el dormitorio del cardenal, su estudio, el comedor, la salita en la que recibía, estaba plaga de micros. Estaban ocultos dentro de los teléfonos, pero también debajo del papel o la tela que cubría las paredes, debajo de los muebles… El cardenal se lo tomaba a broma, pero cuando tenía que tratar algún tema delicado salía al bosquecillo cercano".       

Juan Pablo II adoraba la intimidad porque conoció el comunismo de cerca, una ideología que quiere irse de rositas por la historia y que nunca respetó a la persona. Como el resto de totalitarismos del siglo XX, el principal problema del socialismo es que anteponía la humanidad al hombre, y así no hay manera de que la humanidad progrese. Wojtyla sabía muy bien lo que era vivir bajo el acoso de la vigilancia permanente.

Continúa hablando don Stanislao. Wojtyla rompió con el ritmo del mundo, uno de los mayores negreros del hombre contemporáneo. "Pienso en su visita a Fátima, cuando el Santo Padre oró durante largo tiempo delante de la imagen de la Virgen. O aquella vez, en Cracovia, en al catedral de Wawel, cuando permaneció rezando ante la tumba de San Estanislao durante treinta minutos. En ambas situaciones las cámaras de TV tuvieron que plegarse al ‘silencio' del Papa. Y transmitir todo el tiempo –un tiempo interminable, casi ‘insoportable', desde el punto de vista televisivo- aquella escena sin movimiento, sin sonido, sin nada. Sólo aquel hombre, vestido de blanco, de rodillas, completamente absorto en sus oraciones".

Las cámaras no lo entendían, pero los cristianos sí.

Escandalizarse no es hacer mohínes ni amaneramientos versallescos: escandalizar es animar al pecado, y escandalizarse es abrumarse ante la ofensa al ser querido, en este caso, a Dios. Juan Pablo II se escandalizaba de la maldad de tantos católicos. En Senegal, en la Isla de Gorée, la llamada isla de los esclavos, de donde partían los hombres-cosa hacia América: "Estaba horrorizado y angustiado… y lo que más le desasosegaba era que los hombres que habían cometido aquel horrible crimen se llamaban a sí mismos cristianos".

Todavía recuerdo las críticas de la tontiprogresía de El País por el viaje al Chile de Pinochet donde las canallas del grupo PRISA le presentaron como un Papa fascista: "En el encuentro privado le sugirió a Pinochet que ya había llegado el momento de restituir el poder a las autoridades civiles. Y, algunas horas después, tuvo un encuentro con todos los líderes de los distintos partidos que todavía estaban en la legalidad". Para Wojtyla, ser derechas no significaba ser un buen católico. Quien ha soportado las dictaduras nazi y comunista no teme que le llaman facha ni que le llamen rojo o radical: está curado de complejos.

Brama el feminismo histérico contra la sumisión de la mujer y, a título de venganza histórica, acaba exigiendo la sumisión del varón. La respuesta estándar de la gente con sentido común es que se pida la solución intermedia de ni una sumisión ni otra. Pero el Papa no buscaba el punto medio ni la equidistancia: buscaba la verdad, era original porque iba al origen de las cosas. Oigamos a monseñor Dziwisz afirmar que la receta del Papa era la "sumisión recíproca". Nadie como Juan Pablo II supo explicar que amor es entrega, donación de uno mismo, salir fuera de sí para someterse, en pleno uso de la libertad individual, al ser amado, darse para ser más uno mismo que nunca: "El amor es más fuerte", les gritaba a los jóvenes, o aquel otro concepto, nacido, seguro, de sus ratos de conversación ante el Santísimo: "La civilización del amor".

¿Un Papa social? Sí, que como dijo el socialista Alejandro Cercas, cuando el Papa publicó la Sollicitudo Rei Socialis: "El Papa nos ha dejado a la derecha". Pero social desde el Evangelio. En la política no tenía la menor confianza, en la filantropía, tampoco. Por ejemplo, para acabar con el comunismo apoyó de forma decisiva al Sindicato Solidaridad, sí, pero también hizo otras cosas: hizo caso del consejo de la Virgen de Fátima. Dejemos que lo cuente don Stanislao: "Como una gracia. Para él, la caída del comunismo y la liberación de las naciones del yugo del totalitarismo marxista eran hechos indudablemente ligados a las revelaciones de Fátima, al haber confiado el mundo, y Rusia en particular, a la Virgen, como ella misma le había pedido a la Iglesia y al Papa: ‘Si aceptan mis peticiones, Rusia se convertirá y habrá paz; en caso contrario, esparcirá sus restos por el mundo…', estaba escrito en las dos primeras partes del ‘secreto'… Así, el 25 de marzo de 1984, en la Plaza de San Pedro, delante de la imagen de la Virgen, traída a propósito desde Fátima, y en unión espiritual con todos los obispos del mundo, Juan Pablo II cumplió el acto de consagración a María, sin mencionar explícita a Rusia, pero aludiendo claramente a las naciones que ‘tienen una necesidad especial'. Se realizó así el deseo de la Virgen y, justo entonces, comenzaron a aparecer las primeras grietas en el mundo comunista. Y no es sólo mi opinión; muchos obispos de los países del Este la comparten conmigo. Basta con saber leer los signos de los tiempos".     

Seis meses después de la caída del Muro de Berlín, el polaco se dirigía a los empresarios para contradecir a todos los intelectuales del pensamiento único, de donde nacerían los neocon de la era Bush. Wojtyla recordaba que la derrota del marxismo no significaba una victoria del capitalismo, un sistema "indiferente ante el bien común". Don Stanislao recuerda que para el Papa "mientras los trabajadores no tuviesen participación en las decisiones y en la redistribución de los recursos de la empresa, no podría establecerse una auténtica paz social ni un auténtico progreso nacional". Ciertamente, el Papa había dejado al PSOE muy a la derecha: "Hablando con franqueza, no era un hombre de Moscú ni de Washington".

Quizás lo más llamativo fue el Juan Pablo II ante la Guerra. Quizás ha sido su doctrina periodísticamente más impactante. "Nunca más la guerra, aventura sin retorno". A ver si nos entendemos: no es que el Papa se opusiera a la guerra de Irak o a cualquier otro conflicto armado: es que se oponía a la guerra como método. Ojo, no a la intervención humanitaria para desarmar al agresor (caso de Bosnia) sino a la guerra como medio de dirimir la contienda. Don Stanislao llega a comparar su magisterio con Gandhi. Probablemente, si hiciéramos una encuesta entre católicos ortodoxos -los no ortodoxos, los que no son fieles al Magisterio, no los considero católicos- nos encontraríamos con que sólo un porcentaje muy escaso aprobaría una doctrina tan radical como la de renunciar a la guerra, a toda guerra.

Doctrina que nació del 11 de septiembre. Mientras George Bush preparaba la guerra como respuesta, Juan Pablo II, lo recuerda su secretario, sostenía que "la plaga del terrorismo se estaba extendiendo, entre otros motivos, por el grado extremo de pobreza, por la escasez de medios para la educación y el desarrollo cultural que padecían muchos países árabes. Y, por lo tanto, para derrotar al terrorismo, era necesario eliminar las enormes desigualdades sociales y económicas entre el norte y el sur". Algunos líderes extremistas árabes dicen cosas como éstas. Se me puede aducir que muchos de esos líderes son unos sinvergüenzas que se aprovechan de la pobreza en su beneficio mientras que Juan Pablo II era sincero. De acuerdo, pero eso no quita el valor ilustrativo de la coincidencia. Que no es moco de pavo.

Sí, merece la pena leer el libro de don Stanislao, aunque sólo sea para que muchos papanatas que ya empiezan a ensuciar la figura del predecesor de Benedicto XVI sientan un poquito de vergüenza.

Eulogio López