Sr. Director:

Una tarde, a un elefante se le ocurrió posar una pata en mi pecho -esa era la sensación- impidiéndome respirar, resultado : dos stend en las arterias coronarias. Estos mínimos canales que nos mantienen conectados, como dice una canción, a este mundo cruel, estaban obstruidos y no dejaban pasar la vida. ¿Stend? Pequeños artilugios -uno no termina de creer-, especie de resorte milimétrico que mantienen las arterias abiertas. Las habían cerrado -es lo que me dijeron- mis desarreglos: Dos atados de cigarrillos, vida sedentaria, estrés. Así que nada de puchos o pitillos -como dicen en esta tierra que me cobija- ni sal, ni alcohol, ni, un largo etc. El matasanos siguió, ante mi cara de estupor -para mí que era un sádico-: Ah, y me va a caminar cuatro kilómetros a  buen ritmo. Nada de caminar mirando vidrieras, eh. No le hizo ninguna gracia mi pretendido humor -julepe,-: ¿No es lo mismo en coche, pero ocho kilómetros, doctor?

Los dos atados de tabaco diario, la vida sedentaria y, sobre todo, el estrés, me estaban pasando una factura, no muy cara, para ser justo. Claro, en parte se lo debo a esta otra enfermedad o profesión, progresiva e incurable, cual es el periodismo. La mejor manera o  profesión para morirse por inanición gozosa y muy divertida. ¿Una muestra? Un presidente argentino, a los que sufrimos esta patología, nos llamó cagatintas. Otros nos dicen otras cosas, no es el caso traerlas a colación, pero no sé qué tienen que ver nuestras santas madres en esto. Otros dicen que somos el cuarto poder, pero yo sigo pensando que somos un poder de cuarta. En todo caso, una profesión que nos permite contar cosas, esas que los poderosos no quieren que la gente de a pie se entere. Y esto también es divertido, aunque peligroso. Pero también, -es bueno que se sepa- cosas como estas que destapan, más que los resortes de nombre anglosajón, los sutiles canutos que riegan il cuore de un periodista cincuentón.

Madrid norte. La tarde otoñal, soleada y tibia de esta ciudad gentil. Plaza de Las Academias Militares, frente a un centro comercial. Este escriba cumplía con las indicaciones del médico cardiólogo, la caminata era agradable y llegaba a su fin, pero me dolía todo : las espinillas, las rodillas y hasta el poco pelo que se niega a abandonarme. Me senté en uno de esos bancos del boulevard. Cara al sol (sin segundas intenciones, por favor). Ahí estaban ellos. Locos enamorados, con toda la vida -aquella que vale la pena- por delante. También, me parece, venían de una larga caminata.

Ella, hermosa y etérea. Él, era un ejemplar de cuidado y espléndido. Venían tomados de las manos. Ella le venía arreglando el pelo, un poco despeinado por el viento, otro poco porque ella se lo desarreglaba. Lo hacía con picardía, al menos es lo que intuí, para así poder acariciarlo. Él le regalaba su mirada varonil y enamorada. Todo muy raro para estos tiempos que corren, pensé. Venían recto hacía mi banco. Al acercarse, ella, hizo un gracioso mohín. Olía a rosas frescas. Me miró, y con unos extraños modales muy finos y elegantes, resultados de una educación y urbanidad de antaño, al menos es lo que me pareció, me dijo :

-¿Nos podemos sentar junto a usted?

-Sí, claro -le contesté balbuceante-.

No me había dado cuenta que yo estaba sentado en la mitad del único banco que había en veinte metros a la redonda.

-Muchas gracias -me dijo, al mismo tiempo que me regaló una sonrisa de cielo-.

-Paco, ¿estás a gusto?

-Me da mucho el sol y me hace un poco de daño, -contestó él-.

En ese momento, me parece que fue, no estoy seguro, cuando escuché una melodía celestial. De una manera inefable, sentí que la vida vale la pena beberla hasta la última gota, no sabría decir el momento. Quizás fue, al mismo tiempo,  cuando ella, con sus 80 y pico de años, se levantó de su asiento y con su mínima figura, se interpuso entre el sol y su amado, de casi 90 años. La sombra de su figura lo cubrió.

-¡Pero no, mujer, siéntate! -protestó él, sin poner mucho énfasis-.

-Déjame que te quiera, dijo ella, con una dulzura y falta de pudor inconmensurable.

Me levanté sigilosamente, y me fui. Me dio pudor, yo sobraba.

Pablo Caruso

pablocaruso@telefonica.net