Lo de la ciudad dormitorio madrileña de Coslada está provocando horas de micrófono e imágenes.

Es lógico, lo que más ofende al ciudadano no es que el ladrón robe, que es lo suyo, sino que robe el encargado de perseguirlo. O, como diría Joaquín Leguina, es como si el cura del pueblo fuera el dueño del puticlub. La imagen que la gente tiene de la policía es que se trata de esos encargados de proteger al débil del fuerte, por lo que desaparece toda confianza cuando es el héroe quien utiliza su fuerza para abusar del débil. No me exhala que no hubiera denuncias: ¿A quién denunciar? ¿Al extorsionador?

Como Coslada es un ayuntamiento regido por un socialista, Ángel Viveros, resulta que el asunto ha quedado en una crónica social, sin más politización que la que intentan los chicos de Esperanza Aguirre con su torpeza habitual. Según la vicepresidenta-pinocho, doña Teresa Fernández de la Vega, lo único que demuestra es que el Sistema ha funcionado, porque los corruptos han sido llevados ante el juez. Pero también demuestra otra cosa: que los corruptos durante años de corrupción y extorsión el Sistema no ha funcionado.

Viveros, crecido con el apoyo del Zapatismo, no ha dudado en amenazar a quien se atreva a decir que sabía algo de la trama. Pues si no lo sabía mucho peor: debería haber dimitido por negligente.

La verdad es que en la España del siglo XXI, si le dices a un político, a un funcionario o a un policía que su objetivo primero es el bien común y el servicio a los ciudadanos se te ríen en la cara. Como siempre, los desastres políticos y sociales tienen una raíz moral: en este caso la trivialización del concepto de bien común. Ya saben, como la viñeta de Forges, donde aparece un policía municipal sancionando a un automovilista, mientras éste refunfuña: Joé con estos guindillas, parece que sólo están para poner multas, a lo que el aludido, probablemente el sheriff de Coslada hubiera respondido lo del chiste: No, si te parece estamos para servir al público.

Ahora bien, jueces, fiscales y policías trabajan como eslabones de una misma cadena: la de proteger al débil del fuerte, la de dar a cada uno lo suyo, la de, en resumen, aplicar justicia. Pero el último eslabón, que más tensión soporta, de esa cadena, es el juez. Por eso me preocupa más la corrupción judicial que la policial. Ésta, al menos en el caso de Coslada, era la corrupción del dinero. Pero en el caso de los jueces el asunto es más grave, porque lo que impera es la corrupción ideológica. Desde la prevaricación permanente en los juzgados sobre violencia de género, regidos por el principio axiomático de que todo varón es culpable y toda mujer inocente, a lo de aquella jueza que en pleno interrogatorio de un amigo periodista, al que se acusaba de atentar contra e honor de un abortero (¿tienen honor los aborteros?), le espetó: pero la defensa de la vida es una opinión religiosa, y aquí estamos en un juzgado. ¿Era tonta? No, sólo juez. Y es que la corrupción judicial es mucho más temible que la policial: ¡Tengas juicios y los ganes!

Es corrupción ideológica, sectarismo, y es mucho más peligroso y temible que la del sheriff de Coslada.

Eulogio López

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