La versatilidad es importante. Para mí, no existe personaje más versátil en España que don Javier Godó, Conde de Godó, editor del diario La Vanguardia. No es que el periódico que posee se haya adaptado al concubinato con Prisa, con los convergentes de Pujol o con el Tripartito de Maragall. Lo único que ocurre es que Polanco, Pujol y Maragall se han adaptado a la evolución (siempre a mejor, naturalmente. No sé si saben, pero las evoluciones siempre son a mejor) de La Vanguardia y, pasando de la institución a la persona, de lo casi abstracto a lo casi concreto, se han adaptado a Godó más que a La Vanguardia.

Inconmensurable, oiga usted. En su edición del 12 de octubre, La Vanguardia otorgaba su luz roja (termómetro del diario que juzga al personaje en cuestión) a Rocco Buttiglione, aspirante a comisario de Libertad, Seguridad y Justicia, por homófobo, por machista y, lo que es más grave, por sincero. Bueno, lo que se dice luz roja se la aplicó, así, sin anestesia, la Comisión de Libertades del Parlamento Europeo, que, como su mismo nombre indica, tiene vocación censora, de lápiz rojo y bola negra, y como don Rocco aclara, no le han vetado ni por homófobo, ni por machista, ni por sincer sólo por cristiano, que es lo más grave de todo. Porque, mire usted, a estas alturas de siglo, bien está que las viejecitas mantengan la superstición católica, pero no un comisario de la Unión. Eso no es serio. Por si fuera poco, como aquí nos conocemos todos, el lobby homo y el lobby feminista saben perfectamente que Buttiglione es uno de los políticos más queridos por el Papa, impulsor de la Academia de Filosofía de Liechtenstein, que trata, como tantas otra iniciativas, de romper el divorcio entre países de mayoría católica y nula presencia de los católicos en la vida pública de esos países. En España, el político catalán Josep Miró y Ardévol trata igualmente de saltar por encima de esa brecha.  

Estábamos en que La Vanguardia está enfadadísima, pero yo estoy preocupadísimo. Uno soñaba con ejercer de eurodiputado en Bruselas, que es, como dicen los británicos, una subvención a la egolatría y la mejor de las jubilaciones. Pero lo llevo crudo. A don Rocco le han puesto bola negra por decir que la homosexualidad es pecado y por asegurar que el sentido de la familia es que la mujer tenga hijos y el hombre la proteja. Nada, de esta no me hago yo con un cómodo escaño en Estrasburgo ni jarto vino. Porque uno piensa que la homosexualidad, en efecto, es un pecado, que es una manera más directa y breve de decir que es una aberración natural, un desorden grave contra la ley moral, además, de, a estas alturas, una vulgaridad tan socorrida que el signo verdaderamente distintivo era el que confesaba aquel viejo compañero de redacción: Yo es que soy tan antiguo que todavía me gustan las mujeres.

Y esto no es ser homófobo, dado que la homofobia no es odio al homosexual, sino  odio al igual; y esto no tiene nada que ver con afirmar que la homosexualidad es un pecado y, esto no es de Buttiglione sino mío, una cochinada de mucho cuidado. Dicho de otra forma, no soy homófobo porque quiero mucho a mis amigos, pero para acostarme prefiero a mi señora.

Y también es cierto que el fin del matrimonio es tener hijos, al menos el fin principal, y tan sólo la revista Interviú, en su años mozos, consiguió el embarazo masculino, por lo que los niños todavía las tienen las señoras (hemos progresado poquísimo en este punto). Si un novelista habla de protección masculina a su pareja y a la prole de ambos, nadie se escandaliza, pero, al parecer, Buttiglione no es un novelista ni pretende serlo, por lo que su definición ha sido tildada de machista.

Pero, ¡ay dolor!, tengo que confesarles algo mucho más grave: uno, sí, lo sé, es vergonzante, pero es lo que pienso, considera que la sociedad en la que el hombre buscaba trabajo y la mujer destinaba una parte de su vida a educar a los hijos funcionaba mejor que esta de los dos salarios, ningún hijo. En mi perversión, incluso pienso que mejor para la mujer es ser reina en el hogar que esclava o esclavista en el centro de trabajo. Rozando la locura, recuerdo aquello de Chesterton: 200.000 mujeres gritan: No queremos que nadie nos dicte. Y acto seguido van y se hacen dactilógrafas. En mi degradación progresiva, me llego incluso a plantear que la sociedad actual ha cargado sobre la mujer dos cargas cuando antes sólo llevaba una, y esta es la causa de que la mujer actual se rompa, psíquica y físicamente. En mi machismo consuetudinario, considero que la mujer, distinta por todo pero igualmente capaz que el varón, debe estudiar todo lo estudiable, pero que no la debemos exigir trabajar todo lo trabajable. Es más, perdido en el limbo que habito estaría por asegurar que antaño las diferencias entre las personas las marcaban los estudios, pero que en la sociedad de la información las oportunidades de formarse no se reducen a los estudios superiores.

Desahuciado por el sexismo que me subyuga, habría jurado que una de las pruebas de que, en muchos aspectos, la inteligencia femenina supera a la masculina era que, a lo largo de la historia, se ha demostrado cómo la mujer no buscaba el poder sino la felicidad, que los cargos le traían un poco de lado porque lo que quería era realizarse como persona. Malogrado por prejuicios ancestrales, seguramente de carácter fálico, he llegado a sospechar que sacar adelante un hogar es una labor generalista y universalista, mientras que para sacar adelante un trabajo no se precisa sino una especialización, algo al alcance de cualquiera. Desquiciado por una infancia políticamente incorrecta y una penosa formación clerical, he llegado a pensar como ese veterano y famoso periodista económico, que me decía (en privado, por supuesto) aquello de A estas mujeres de hoy, dan ganas de preguntarles: ¿Pero a vosotras, quién os ha engañado?

Ahora bien, si me prometen un cargo de eurodiputado, yo estoy dispuesto a afrontar una autocrítica feroz, un revisionismo de hondo calado que me permita salir del mundo de las tinieblas donde ahora resido en busca de la luz admirable, más que nada para que La Vanguardia me traslade desde la luz roja a la verde y no me ocurra lo de Buttiglione, que se arriesga a perder un sueldo que ya desearían para sí muchos presidentes de Gobierno.

Silvio Berlusconi, el primer ministro italiano, se lo ha tomado a mal. Ha calificado de integrista a la Unión Europea, mientras su ministro, Mirko Tremaglia, ha resumido la situación con ese sabio distanciamiento que proporciona la edad provecta: Lamentablemente, Buttiglione ha perdido. Pobre Europa, los maricones son ya mayoría.

Y esto no está bien, porque si los maricones fueran mayoría, Europa no estaría pobre, sino muerta, dado que el fin lógico, la causa final, que no eficiente, de la homosexualidad es la desaparición de la raza humana por consunción. Pero no está bien, don Mirko (80 abriles tiene el maromo), porque ese lenguaje es despectivo. Esto es: una sociedad homosexual es una sociedad terminal, por definición. Pero no conviene decirlo. Basta con pensarlo.

Buttiglione insiste en que pensar que la homosexualidad es un pecado no significa marginar a los homosexuales, de la misma forma que al presidente del Europarlamento, el español Pepe Borrell, los votantes de la derecha le caen muy gordos, pero no va a marginarles en la Cámara, porque su conciencia de demócrata se lo prohíbe. Sólo que, vaya usted a saber por qué, si Borrell dice eso, nadie dudaría de sus palabras, mientras que si Rocco promete no marginar a los homosexuales nadie le cree.

Respecto a la mujer, trabajadora o ama de casa, el asunto es similar. Yo pienso que la sociedad donde la mujer cuidaba de los hijos y era la educadora fundamental de los mismos hasta que se valían por sí solos era una sociedad mejor que la actual. No mejor para mí, como varón, que llevo 25 años en el mercado laboral y ni un sólo día he acudido al trabajo sin sentir nervios en el estómago, sino mejor para todos y todas. Y como le ocurrirá a Buttiglione si una de mis mujeres próximas, esposa, madre, hermana o hija, desea realizarse al mismo tiempo dentro y fuera del hogar, le apoyaré en la media de mis posibilidades. Y no soy un héroe: la inmensa mayoría de los varones de mi generación y de la precedente han hecho y hacen lo mismo. Porque opinar no es imponer y porque la convicciones personales se aplican a uno mismo.  

Ahora bien, aquí llegamos al núcleo de la cuestión. Este es, precisamente, la diferencia entre la progresía que reina en la Unión Europea y el Cristianismo de Rocco Buttiglione. Como la progresía no cree en nada, trata de imponer las pocas cosas en las que cree, por ejemplo la homosexualidad o el trabajo de la mujer fuera del hogar. No las predica, las impone coercitivamente. Y así, si Buttiglione no acepta ambas cosas (por cierto, poco comparables), este debe ser vetado como comisario, aunque tenga todo el derecho y los parabienes democráticos para serlo (o al menos, no menos que sus compañeros). Buttiglione asegura que, aunque considere un pecado la homosexualidad, no va a marginar a los homosexuales. Sin embargo, los diputados progres que le han vetado le prohíben ser comisario simplemente porque no piensa como ellos. Así se repite la gran verdad de los tiempos modernos, de que sólo los dogmáticos, aquellos que están convencidos de algo, respetan a los que no piensan como ellos. Justo lo contrario de lo que reza el tópico.

Volvemos, cómo no, a Chesterton, quien aseguraba: Sólo conozco dos tipos de personas: los dogmáticos que saben que lo son y los dogmáticos que no saben que lo son. Buttiglione es un dogmático, por lo que debe ser destruido El dogmático que sabe que lo es siempre está dispuesto a discutir su dogma; el dogmático que no sabe que lo es, el progre, se niega a debatir su duda. Es el camino inexorable entre relativismo moral y tiranía.

Eulogio López