Reproducimos a continuación una carta al director que ha llegado a nuestra redacción escrita por un tetrapléjico y en la que comenta su opinión sobre la película Mar adentro de Alejandro Amenábar, en la que se promociona la eutanasia. Este lector critica la manipulación por medio de los sentimientos- que el cineasta español hace sobre un tema realmente complejo y duro, en el que está en juego la vida de una persona, y en el que las sensibilidades humanas están a flor de piel.

Sr. Director:

Mar adentro es una película hecha como muy de verdad, pero que, si la reflexionas un poco, resulta ser muy de mentira. Es lo que pasa cuando temas complejos se intentan hacer digeribles para la gente que acostumbra a evadirse con tramas sencillas, de buenos y malos (o tontos), donde el bien triunfa, al menos moralmente, y el mal queda aplastado o por lo menos ridiculizado. Después se encienden las luces y todos a casa con la conciencia tranquila. Puede valer para un thriller policíaco, un cuento de ciencia-ficción o una historia de fantasmas, si lo que se pretende es entretener, que es lo que ha venido cultivando Amenábar con bastante buena fortuna.

Pero esta zambullida en el terreno de la reflexión saca a la luz los peores defectos, porque un personaje en una película como ésta exige mucho más que la del mismo personaje en una película tipo engranaje, donde cada pieza se ajusta con precisión hasta un final que ilumina todo el mecanismo. Éste (el del mecanismo) es el género que domina Amenábar, como también lo domina Spielberg con igual maestría. La comparación viene a cuento porque el director americano se queda igualmente corto en su fábula bienintencionada La Terminal, donde pierde una gran oportunidad de reflexionar sobre el sistema de miedo que se ha instalado en los aeropuertos. En lugar de ello, fija un objetivo simple en el protagonista, levanta barreras para complicarle la vida y, con un poco de ingenio y un poco de enredo, se resuelve todo felizmente. Se pueden hacer películas así, en los 40 todas las de Kapra eran así, adorables. Pero entonces todos éramos mucho menos críticos y más complacientes; ahora, para mí, tanto azúcar ya no cuela.

La diferencia entre Spielberg y Amenábar es que el primero fabrica entretenimiento y luego vende la reflexión como valor añadido (que si la superación ante dificultades, que si el valor de la amistad, que si el ingenio frente al sistema, etc) y el segundo pretende fabricar reflexión y, como no le sale, no le queda más remedio que conmover.

Mar adentro es una película que conmueve, tal vez tenga yo la fibra sensible un poco floja, pero a la mayoría de la gente se le hizo el nudo en la garganta. Conmover es fácil: se crea una corriente de simpatía con el personaje, un tipo majete, con sentido del humor, amable, sensible y lúcido como para defender honestamente su postura. Después resulta que sufre porque no logra lo que quiere y, aunque no estemos seguros de nuestra postura al respecto, empatizamos y nos sentimos bien cuando logra su objetivo. Pero, esto es importante, no se nos convence de que la opción de Ramón Sanpedro es la mejor mediante argumentos, sino mediante sentimientos. Primera trampa: se define como película reflexiva cuando, en realidad, es sentimental. Si usted entró al cine en contra de la eutanasia asistida y sale pensando a favor por lo que ha visto, usted ha sido manipulado, no convencido.

Y no es que no se den argumentos, pero o son evidentes o son muy pobres. Repasemos: el primero de todos es un argumento matriz sobre el que se basa toda la película. Es el que se resume en el eslogan Vivir es un derecho, no una obligación y significa que cada uno dispone de su vida como quiera, en tanto que es suya. Nada que decir a este respecto. Más que un argumento es la presentación de una tesis. Pero nadie nos explica cómo se puede desarrollar ese derecho a disponer de la vida, en qué consiste ser libre, si sirve, en definitiva para algo más que para suicidarse, cosa que a Sanpedro le puede venir muy bien porque lo tiene muy claro, pero a los demás nos deja un panorama muy crudo. Otros argumentos son los de no poder practicar el sexo, tal y como él entiende que se deba practicar, o el no tolerar su nivel de dependencia que, en ningún caso, opone a su autonomía. Estos dos son conceptos relacionados pero casi opuestos. Todos los discapacitados somos más o menos dependientes, pero, ampliando el concepto, podemos afirmar que todos, discapacitados o no, somos dependientes de alguna manera, así que todos somos más o menos discapacitados. Pero también somos autónomos, o deberíamos serlo, y este es un punto que ni Sanpedro ni la película se plantean.

Creedme, es más difícil, por lo menos más caro para las instituciones, proporcionar una vida autónoma a un discapacitado como Sanpedro, que concederle permiso para una muerte digna. Y miedo me da el apoyo incondicional de los medios y el silencio aquiescente de quien debería defender nuestros derechos. Porque bien parece una maniobra orientada a legalizar la eutanasia, sin plantear si quiera que, antes de decidir morir, deberíamos disponer de la posibilidad de vivir dignamente. No es cuestión de poner plazos. Si se quiere legalizar la eutanasia antes que así sea. Cualquier forma de libertad conquistada (y ésta es una de ellas) será bienvenida. Pero si no hablamos también de autonomía y vida digna la solución será coja y dará lugar a la idea perversa de que ningún discapacitado tiene de qué quejarse ya, abierta la puerta del suicidio asistido.

Pero todo esto no es importante aquí, porque se trata de la vida de Sanpedro y tiene derecho a hacer con ella lo que guste. Volvemos al argumento matriz y nos quedamos como estábamos.

El único debate de pretendido nivel de la película se da entre un obispo de pensamiento medieval (Dios nos da, Dios nos quita, etc, etc) y el propio Sanpedro que argumenta con un anda que tú que, aparte de ser verdad y hacer mucha gracia a la audiencia, no aporta realmente nada al debate, salvo para constatar lo fuera de onda que está la Iglesia.

Después hay una historia de amor que no entiendo entre el personaje de Belén Rueda y Ramón Sanpedro. No sé si es verídico o no, pero aunque lo fuera, tal y como está contado, no aporta nada a ninguno de los dos. Porque para hacer lo que hacen bastaba con la compenetración entre ambos. Yo no lo puedo entender más que como una concesión a corazones tiernos poco exigentes.

Una película de reflexión no es un mecanismo de relojería, cuyo engranaje se descubre al final. Al contrario, cada escena, cada diálogo tiene que iluminar algo que antes estaba oscuro, descubrir nuevas ideas, nuevos enfoques, conmover cuando sea necesario y, sobre todo, hacer pensar. Mientras estos temas sean desarrollados por los pirotécnicos de Hollywood (y Amenábar fabrica su estilo cada vez más próximo a ellos), no veremos más que la espuma sobre la cresta de la ola y nos perderemos el resto del mar. Veremos buenos movimientos de cámara y montajes narrativos claros, todo muy cinematográfico, pero sin alma o, peor aún, con un alma falsa. Me pregunto cómo habría desarrollado este tema un director capaz de profundizar en cada situación y conversación de sus personajes con elegancia y honestidad, y con un engranaje sí, pero no uno material, sino mental, que nos llevara mar adentro.

Paco Guzmán

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