Estoy impresionado por la versión de un gran teólogo como Paco Umbral, sobre las apariciones de Fátima. Un análisis brillante de los hechos. Por ejemplo, lo que vio Sor Lucía no fue a la Virgen sino a una aristócrata en pelota picada que estaba liada (¿en qué estaría pensado don Paco?) con el prefecto. Naturalmente, el que lió todo el enredo, presuntamente sobrenatural, fue el cura del pueblo (mala gente los curas, si lo sabrá Umbral), que convirtió el adulterio rural (¿un adulterio en una cueva? ¡Ya son ganas!) en una aparición celestial. Según Umbral, la historia de Fátima se repite en Lourdes, más que nada porque los literatos modernos no leen libros de historia, sino a Baudelaire y Sade. Supongo que en Lourdes, lo que se apareció a Bernardette Soubirous era otra gachís en cueros, de lo que debemos deducir, Umbral se queda a un tris de ello, que Bernardette era lesbiana. Lo único que me ha llamado la atención de Umbral es que manifiesta que esta chorrada sublime es literatura. Pero no cabe duda de que lo es, ya que, de otra forma, el director de El Mundo, Pedro José Ramírez, censuraría a Umbral, de la misma manera que, pongamos por caso, censura a sus articulistas económicos cuando se meten con sus dos financiadores favoritos, Emilio Botín y FG. En ese caso, estaríamos ante una utilización espuria de un medio informativo. Sin embargo, si se trata de insultar a la Santísima Virgen, en el país más devoto de María, entonces Pedro José, el chico al que don Federico Jiménez Losantos ha convertido en la referencia moral de la Cadena Cope, considera que Umbral está ejerciendo, con esa gracia que le caracteriza, su sagrado derecho a la libertad de expresión: es decir, vomitar blasfemias. Y es que estamos en el apogeo de la literatura y el periodismo blasfemos. Enseguida vamos a ver cuál será su desenlace.
Recientemente, me escribió una lectora fustigando mi crítica sobre Mar Adentro. Su mensaje, expresado, dicho sea de paso, con todo respeto y pulcra redacción, podría resumirse así: No repare usted en los contenidos de una obra de arte, sólo en el arte como tal. Eso es exactamente lo que Chesterton calificó como la degradación misma del arte. En pro de la responsabilidad colectiva, nadie tiene derecho a expresar un juicio sobre un panfleto pro-eutanásico, sino sobre los valores artísticos, es decir, formales, del film. Es como si el debate sobre la calidad del chocolate se centrara en el envoltorio de la bombonería y no en el sabor de los bombones. No reparéis en el contenido, clama el arte nuevo. Entonces, ¿en qué reparamos?
Lo mismo ocurre con las blasfemias. Es más, quizás por seguir el antedicho principio, para algunos, la blasfemia no parece existir. Existe, por supuesto, y hasta el lector más despistado repara en ella. Sólo que se atiene a la forma, y como decía el poeta: mientras rime. En España vivimos rodeados de periodismo de blasfemia, que ha sustituido, ¡ay dolor!, al viejo periodismo de batalla. Aquí ya no se batalla, sólo se blasfema.
Con Arturo Pérez Reverte entró la blasfemia en la Academia, sin que hubiese salido lo políticamente correcto. Reverte es de los que no pueden escribir un artículo o una novela sin blasfemar, porque a medida que se le agota el ingenio le crece el ansia de epatar a un mundo que ya no se escandaliza de nada, ni se da por aludido por nada. Un mundo al que le aburre tanto la frivolidad reinante que ya sólo disfruta burlándose de aquello que es capaz de ocupar a alguno de sus semejantes: a Cristo.
La blasfemia es la batalla de nuestro tiempo, pero es una guerra extraña, porque el ejército de la blasfemia va a ser inequívocamente derrotado, probablemente antes de entrar en combate. Chesterton (¿podía ser otro?) lo explica así: Los bolcheviques no sólo intentaron abolir a Dios, lo que para algunos es una tarea que requiere cierto ingenio, sino que trataron de hacer una institución de la abolición de Dios, y cuando Dios quedó abolido, quedó abolida la abolición. No puede haber futuro para la literatura de la blasfemia porque, si fracasa, fracasa, y si triunfa, se convierte en literatura respetable. Resumiendo, todo esto puede ser un efecto instantáneo, como hacer pedazos un precioso vaso que no puede hacerse trizas nuevamente.
Una rebelión, además, inútil, porque el ademán que desafía al Cielo sólo puede ser imponente como último ademán. La blasfemia es, por definición, el fin de todo, incluso del blasfemo. La esposa de Job vio el sentido común de todo ello cuando, instintivamente, dijo: Maldice a Dios y muere. El poeta moderno, por algún descuido impensado, a menudo olvida morir.
Y tras tan imperdonable olvido sólo queda enfrentarse a la nada: No están abriendo las puertas del Cielo ni del Infierno, están en un callejón sin salida, al final del cual no hay ninguna puerta. Siempre están filosofando pero no tienen ninguna filosofía. Los plumíferos de la blasfemia, Pérez Reverte, Manuel Vicent, Paco Umbral, Raúl del Pozo a lo mejor no han leído a Chesterton. Así que mientras caen en la cuenta de su fracaso anunciado, y mientras se olvidan de morir, que no de blasfemar, se muestran... un poquito pelmas. Tranquilos: avanzan hacia el fondo del callejón.
Eulogio López