Dice un conocido refrán español que si “el abad juega a las cartas que no harán los frailes”. Si lo aplicamos a Europa, si ésta se muere que no pasará con los países que la integran. Sabemos que Europa casi siempre ha estado en crisis. La diferencia entre las que se sentían en el pasado y la situación actual estriba en que antes Europa poseía una cierta capacidad de autorreflexión, de autocrítica, que le permitía superar esos sucesivos estados de inestabilidad. Hoy en día, ya no cuenta con esa virtud. Sencillamente, la Europa de antes desapareció, se transformó.

Y es que existen toda una serie de miedos que están resquebrajando sus cimientos. Nada desdeñables y relevantemente prolijos, por lo que en este artículo nos vamos a centrar en los dos, a mi juicio, más importantes: el miedo espiritual y el miedo a la unión política, real y profunda.

El miedo espiritual

La oposición entre países del Norte, "virtuosos", y el "pródigo" Sur cada vez se asemeja más a la histórica fractura entre Protestantismo y Catolicismo, que sacudió a una Europa en cambio en el siglo XVI. Europa, no puede renunciar a sus raíces. Sean compartidas o no. Son inviolables. En su conformación, a lo largo de muchos siglos, el cristianismo fue el eje vertebrador del continente. Aportando una estructura de valores comunes a las naciones que fueron incorporándose al ambicioso proyecto que hoy conocemos como Unión Europea.

En su conformación, a lo largo de muchos siglos, el cristianismo fue el eje vertebrador del continente

Tenemos que atrevernos a dotarnos de más alma. La Europa de la Segunda Guerra Mundial se caracterizaba por encontrarse plena de alma y huérfana de cuerpo. Hoy, por el contrario, hemos construido una Unión que indudablemente tiene estructura, pero apenas tiene alma, hemos olvidado sus raíces cristianas, sus pilares y sus fundamentos. Si no hay dimensión moral, la ambición política no prosperará. No lo duden.

Aunque algunos creamos que la descristianización de Europa, la pérdida de fe, ha constituido un factor decisivo para explicar lo que hoy nos sucede, nadie, en este siglo en el que vivimos, puede pretender, ni aspirar, a que todos los europeos sean cristianos, a que se comparta una fe, la de la gran mayoría de nosotros. Recordemos la trayectoria personal de los fundadores de Europa: Jean Monnet, Robert Schuman, Alcide de Gasperi, Konrad Adenauer, todos ellos impulsados por sus profundas convicciones cristianas. Por ello creo que tenemos la obligación de exigir a los que vienen a éste continente que respeten nuestras leyes y costumbres, que se integren en nuestra sociedad y que contribuyan a su futuro. Nuestro deber es proteger las raíces cristianas de Europa con respeto de las costumbres de los que vienen a construir con nosotros un mundo mejor, al que podrán contribuir pero no pretender reemplazar o sustituir.

Defender estos postulados nunca ha resultado fácil y menos hoy. Un tiempo en el que la defensa de determinadas convicciones parece avergonzarnos o situarnos en las antípodas de la posmodernidad. Se preguntaba Karl Rahner, el gran teólogo alemán, sobre ¿qué quedaría de la concepción del mundo, y de la sociedad en la qué vivimos, si extirpáramos de cualquier base ideológica la esencia de un cristianismo no excluyente? ¿Cómo sería esa propia base?

Hoy, por el contrario, hemos construido una Unión que indudablemente tiene estructura, pero apenas tiene alma

El miedo a la unión política

El fantasma del miedo a la unión política no es otro que el temor a la cesión de soberanía nacional en favor de un nuevo ente concebido como Estado Federal Europeo. Con todas sus estructuras propias de poder, político y económico. Con un Parlamento, un ejercito, un presupuesto, una fiscalidad y un sistema financiero común. Buscando todos los índices de mayor bienestar social y la mayor igualdad entre sus ciudadanos. Siguiendo las ideas de Schuman y el método integrador de Monnet.

Nos resulta difícil contemplar un futuro sin Europa, quizás no una Europa líder, sino esa portadora de normas básicas y de principios para nosotros mismos y para las generaciones futuras. Europa es nuestra forma de existencia, la única que tenemos.

Europa debe dar un paso adelante, emprendiendo el rumbo hacia la vía de esta integración política sin la cual ninguna moneda común ha logrado sobrevivir jamás

Sin el progreso de esta integración política, cuya obligación se inscribe en todos los tratados europeos pero que ningún responsable quiere tomar en serio, sin la transferencia de las competencias por parte de los Estados-naciones y sin la verdadera derrota de los "soberanistas", que en realidad empujan a los pueblos al repliegue y a la ruina, el Euro se desintegrará y lo que es peor Europa desfallecerá y con ella sus estados.

Europa debe dar un paso adelante, emprendiendo el rumbo hacia la vía de esta integración política sin la cual ninguna moneda común ha logrado sobrevivir jamás, o bien sale de la historia y se hunde en el caos. La UE no tiene rostro, no tiene carisma, ni siquiera una verdadera política exterior común. Y aun así, sigue siendo uno de los proyectos políticos más grandiosos y audaces del mundo. Un alemán o un español no sienten nada al sostener en sus manos un billete de cinco euros, en parte también porque el “sueño europeo” lo inventaron los padres fundadores de la UE como un elitista proyecto político.

El sueño europeo nunca se convirtió en el sueño de los europeos. Somos una comunidad de más de quinientos millones de personas que vivimos en el que quizá sea el mejor lugar del mundo. También el continente más longevo y el que perderá alrededor de un millón de habitantes al año durante los próximos noventa años. Preocupémonos de ello. Vale la pena convertir en realidad el sueño de los europeos, pero hemos de ser generosos con nosotros mismos, Europa debe vivir.