• La peste del siglo XXI viene del averno: se llama depresión.
  • La muerte de Cristo coincide este año con La Anunciación, la Fiesta del Niño por nacer.
  • La mayor memez del universo la proferían los revolucionarios franceses quienes, presos de su orgullo, aseguraban en el cadalso: "vamos a dormir".
  • Los muertos nunca duermen porque el hombre es eterno.
  • El eje central del devenir del mundo, no es destino, sino Providencia.Y de nada sirve la solidaridad sin caridad.
Decíamos ayer que iba a seguir este triduo pascual de la mano de las revelaciones de Cristo a la madrileña Marga, quien acaba de publicar su tercer, y último, libro de locuciones, titulado El Reinado Eucarístico. Pero antes una aclaración. Este viernes Santo cae en 25 de marzo que, en circunstancias normales, sería la Fiesta de la Anunciación, esto es, la concepción de Nuestra Señora, que algunos han aprovechado -bien aprovechado-, para convertir en el Día del Niño por nacer, es decir, el Día por la Vida. Lógico, el derecho a la vida empieza en la concepción y termina con la muerte natural de la persona. Los enemigos declarados del derecho a la vida son la anticoncepción (todos los anticonceptivos que hay hoy en el mercado son potencialmente abortivos), el aborto quirúrgico, la abortiva manipulación de embriones, la fecundación in vitro (sí es muerte, no vida) y la eutanasia. Y a todo esto, ¿el derecho a la vida es una virtud cristiana que nada dice a aquellos que no creen en Cristo? No. La prueba está en los profilácticos. En efecto, el condón no atenta contra el derecho a la vida, no mata a nadie. Los provida –esos que gritan "viva la vida alegre y divertida"- no tienen por qué oponerse a las gomas pero los cristianos sí. Un cristiano une sexo y amor y une sexo y procreación, y considera que cuando se produce cualquiera de esos dos divorcios se pervierte el sexo y se pervierte el amor. Dicho de otra forma: la Iglesia no se opone al condón porque sea abortivo sino porque no es unitivo y porque evita el nacimiento de nuevos seres humanos, llamados a ser hijos de Dios… que es lo que le mola al Cuerpo Místico. Ya saben: antes que el sida, el condón evita el niño. Pero a lo que estamos, Fernanda, que se nos va la tarde. Volvamos al Viernes Santo. Conmemoramos la muerte del Señor Jesús que, en principio, es algo así como lo de los catalanes con la Diada, que festejan una derrota en lugar de una victoria. Pero festejamos el viernes Santo por dos cosas: porque es la víspera de la Resurrección gloriosa de Cristo y porque la muerte del Hijo de Dios es la vida del hombre. O, al menos, del hombre inteligente. La muerte es horrible, un tránsito donde los segundos minutos parecen horas y donde la desesperación se rebela y sólo nos sirve la confianza en Dios. La mayor memez del universo la proferían los revolucionarios franceses quienes, presos de su orgullo, aseguraban en el cadalso: "vamos a dormir". Los muertos nunca duermen, Robespierre: el hombre es eterno. Pero para el cristiano -y para todo quisque- la muerte no es el final, sino el comienzo de la vida perdurable, que es lo que los ecologistas llamarían sostenibilidad. En el caso de Cristo, el Padre Dios entrega a su hijo hombre (tranquilos, no me he vuelto nestoriano, es una forma de hablar) a la muerte. Pero el dador de vida estaba llamado a resucitar. La impronta de Cristo es la realidad del hombre redimido por el amor. Con ello, el eje central del devenir del mundo deja de ser la esclavitud del destino, para convertirse en la libertad de la Providencia, núcleo de la Historia. Y todo lo anterior puede resumirse así: sólo se posee aquello que previamente se ha dado, empezando por uno mismo. Y esta regla de muerte es regla también de vida. Dice Jesús a Marga: "Míralo todo siempre en tono positivo. Cuando el demonio consigue inyectarte sus ideas pesimistas te anula. Recházalas, como venidas del averno para ahogarte, y asfixiarte. No es tu mundo. Vive conmigo". Y es cierto, la tristeza anula al hombre y no es casualidad que la enfermedad más extendida hoy, la peste del siglo XXI, no sea el cáncer, sino la depresión. Pero, ojo, el hombre no puede, por sí mismo, acceder a la esperanza y, con ella, la felicidad. Es un don de Dios. El hombre, ni tan siquiera cuando ofrece lo mejor de sí mismo, puede obviar la nostalgia del paraíso perdido, ni superar la tristeza que inunda su vida, porque es hija de su miseria. Se lo digo de otra forma: ni la solidaridad ni, mucho menos, la filantropía, pueden sustituir al amor. San Josemaría, el fundador del Opus Dei lo explicaba así: "Ser cristiano es actuar sin pensar en las pequeñas metas del prestigio o de la ambición, ni en finalidades que puedan parecer más nobles, como la filantropía o la compasión ante las desgracias ajenas". Lección de Viernes Santo: la Iglesia no es una ONG y de nada vale la solidaridad sin caridad. Además: la caridad tiene dos objetivos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Sí, pero por ese orden, que, por otra parte, es orden de complementariedad no de contradicción. Por eso, el santo Escrivá, San Chema, concluye: ser cristiano consiste en "discurrir hacia el término último y radical del amor que Jesucristo ha manifestado al morir por nosotros". Mismamente, ocurrió en Viernes Santo, un día alegre. Lo otro, la tristeza y la melancolía, son las marcas de Satán y anulan al hombre. Eulogio López eulogio@hispanidad.com