- La directiva multiplica el trabajo, los costes y estrangula a los intermediarios de las sociedades independientes.
- Sólo sobrevivirán los departamentos de 'brokerage' de los grandes bancos porque tienen más medios.
- El inversor, a quien se pretende proteger, pagará el pato por doble vía: le costará más y estará peor asesorado.
- Europa quiere matar moscas a cañonazos en una industria que ha funcionado hasta ahora sin problemas.
- Y no sólo en ese terreno: el intervencionismo llega a extremos como el de regular el tamaño de los urinarios.
Quedan apenas unos días para la entrada en vigor de la
Directiva sobre los Mercados de Instrumentos Financieros, conocida como
MiFID II. Será, en concreto, el próximo 3 de enero, pero supone un auténtico revés tanto para el sector, por los
excesos burocráticos que implica, como para el
inversor, a quien teóricamente pretende proteger.
Hablamos de un negocio que funciona sin problemas, objeto ahora de la furia regulatoria europea -para evitar episodios del pasado como las
preferentes- pero que añade, básicamente,
trabas y
costes -por la multiplicación de trámites con los reguladores- que amenazan la propia supervivencia de los
brokers de las
sociedades pequeñas e independientes.
El trabajo en esas gestoras, que ahora se reparte entre
analistas, gestores y brokers, deja a estos últimos en el eslabón más débil, por el incremento de costes que implica la nueva MiFID II. Ante esa situación, la única alternativa parta los pequeños será delegar esos servicios a los departamentos de
brokerage de los grandes bancos, que disponen de más medios y presupuesto.
Claro, la consecuencia no es sólo la creación de
oligopolios (el negocio estará menos repartido que hasta ahora), sino la penalización al propio consumidor, que tendrá menos información para decidir el destino de la inversión y estará peor asesorado e, igual de grave, tendrá que pagar más que hasta ahora por los mismo servicios.
El efecto será fulminante en sociedades de servicios financieros como
Mirabaub,
Kepler,
Haitong o
Alantra (antigua N 1), que han mediado en grandes operaciones, pero con un ángulo limitado en el número de empresas sobre las que asesoran. La falta de demanda de informes por los costes, dicho de modo muy rápido, les condena al cierre de esos departamentos de intermediación. Y eso supone, en paralelo, menos opiniones de expertos en los necesarios contrapuntos para comprar o vender.
Son las consecuencias, en fin, de los
excesos regulatorios, que se muestran, por ejemplo, en los
códigos LEI para identificar a las entidades que operan en los mercados y de los que depende la ejecución de las operaciones.
En vez de homogeneizar los
registros nacionales, Europa ha optado por duplicar el trabajo, añadiendo a la trama el
registro europeo. ¿Era necesario? Es una de las críticas lanzadas desde el sector, que cree que el mentor de la norma, no sólo no ha tenido en cuenta la ecuación necesaria coste-beneficio, sino que ha probado su ignorancia de cómo funciona realmente el mercado.
La complejidad de lo que se pretende poner en marcha, sin embargo, ha chocado con la cruda realidad en algunos aspectos del MiFID II, como la obtención de los códigos LEI, cuyos trámites no han cumplimentado un tercio de los operadores de los mercado. Por esa razón, a la
Autoridad Europea de Valores y Mercados (ESMA) no le ha quedado otra que prorrogar los plazos: les ha dado seis meses más para que completen todos los códigos de sus clientes y evitar un inevitable cuello de botella.
Son, en fin, excesos de una Europa burocratizada que ha llevado a decisiones tan sorprendentes como la de establecer los criterios para dar la
etiqueta ecológica de la UE a los retretes de
inodoros y
urinarios. Eso sí, fueron necesarios tres años de investigación y un informe de 122 páginas.
Rafael Esparza