Decía Álvaro Pombo que es más fácil novelar el mal que el bien. Y tenía mucha razón, pero no porque el mal sea más abstruso que el bien. De hecho, el mal no es sino la ausencia de bien, es decir, que el mal posee una naturaleza dependiente, sin forma, simple, delicuescente.

Entonces, ¿por qué resulta más difícil describir el bien que el mal? ¿Por qué sabemos tanto del infierno y tan poco del Cielo? ¿Por qué las grandes creaciones literarias andan mucho más acertadas y precisas cuando describen al malo que cuando diseccionan al bueno, quien, de ordinario, parece un punto tontorrón y medianamente cursi? La respuesta es sencilla: no es porque el mal sea más real que el bien, sino porque los descriptores, los hombres, somos más malos que buenos. El creador, el literato, muy especialmente.

Poseemos un profundo conocimiento del mal

Como decía el periodista Miguel Torres: “Para ser un buen escritor hay que ser mala persona”. Y añadía: aunque hay malas personas que son muy malos escritores.

Resumiendo: poseemos un profundo conocimiento del mal. Al bien, como el mayordomo Jeeves al pueblo, sólo le conocemos de vista.

Pero eso no supone que el bien no exista. De hecho, lo único que existe es el bien. El mal sólo es (Santo Tomás dixit) la ausencia de bien.