El capítulo XVII del Evangelio de San Juan es conocido como la Oración Sacerdotal de Cristo. Se llama así porque Dios-Hijo se dirige a Dios-Padre en presencia de los apóstoles, durante la Última Cena. 

El mejor comentarista de los Evangelios, que probablemente haya sido un tal Agustín de Hipona, aclara que en esta oración tan singular, el Hombre-Dios ora con su Padre-Dios, en voz alta. Podría haberlo hecho en silencio pero está claro que buscaba que le escucharan sus discípulos y, después, Juan, "el discípulo amado" (¡qué tío más caradura!) nos lo transmitiera a todos. La clave de su discurso es esta: "Ellos (los apóstoles) han creído que Tú me enviaste". Y si confías en Él, que no otra cosa es la fe, ya empieza a operar el misterio de la libertad, aún más enigmático que el otro misterio, el de la iniquidad, ambos ligados como la mano al guante. 

Todo el secreto de la historia consiste en que Dios no quería que le amaran robots, sino hombres libres que libremente pudieran amarle o ignorarle

Para entendernos: todo el secreto de la historia consiste en que Dios no quería que le amaran robots, sino hombres libres que libremente pudieran amarle o ignorarle. El misterio de la libertad consiste en que la vida es un cóctel compuesto por un 99% de gracia de Dios y 1% de libertad humana. Pero sin el 1 no hay 99 que valga... porque nos ha creado libres. 

Quien no entiende esto es ese personaje -multitud, hoy en día- que habla del silencio de Dios o de que Dios no existe porque no se muestra o de que Dios no existe porque si hubiera un dios el dolor no existiría en el mundo. 

Dios no nos pide que le veamos o le demostremos, Dios nos pide que confiemos en su palabra de la misma forma que no dudamos de la palabra de un ser querido. Fe no es creer, es confiar, es fiarse del personaje llamado Jesús de Nazaret. Nada más que eso. El resto corre de su cuenta. No es tan difícil.

¿Y el misterio de iniquidad? Pues más de lo mismo. Nos preguntamos de continuo por la precitada fórmula: si Dios existe y es bueno (no es lo mismo, se lo aseguro) ¿por qué existe el mal en el mundo? Pues porque el mal no lo introduce Dios sino el hombre, mediante el pecado... porque es un ser libre que elige a cada momento entre el bien y el mal. 

En este punto, recuerdo a todos los presentes que el pecado del mundo actual, de la modernidad y del progresismo, es la pérdida del sentido del pecado. Dicho sea, por boca de Pablo VI, y ahora continuamos. 

Hemos pasado del silencio de Dios, en el siglo XX, al cansancio de Dios en el XXI. Son dos mentiras que componen una gran verdad: Cristo nunca calla, ni debajo del agua. Jamás deja de llamar al hombre a una vida de plenitud, y, al mismo tiempo, Cristo nunca se cansa de tenderle la mano al hombre, a pesar de los desprecios de éste. Traducido a sociología -que no tengo muy claro que sirva para algo-: el siglo XX ha sido el siglo de la misericordia de Dios y el XXI seguirá siendo el de la misericordia divina pero, atención, ya asoma el momento de la justicia. El hombre no puede ser salvado, debe salvarse a sí mismo, al menos en una pequeña parte, precisamente porque el Padre Eterno le creó libre (cuando me pongo teólogo es que lo bordo). En cualquier caso: la misericordia de Dios es infinita, su justicia también. 

Los periodistas, encargados de explicar lo que pasa, deberíamos prestar atención a este punto. Tranquilos: no lo hacemos jamás. El periodismo cuenta lo que pasó ayer, nunca lo que está pasando. 

Dicho de otro modo: sospecho que nos encontramos en el final de la historia. Por dos razones: porque ya está todo dicho y porque es la era de la libertad máxima...  y ya no se puede no elegir. En Sábado Santo es el momento de recordar las palabras de Chesterton en su lecho de muerte: ahora todo está claro entre la luz y la oscuridad y cada cual debe elegir. 

Creo que este es el siglo de los profetas, casi nunca bien acogidos por las jerarquías eclesiásticas

No, no parece que el siglo XXI sea el siglo de los eruditos, tampoco el siglo de los hagiógrafos y, sobre todo, no es el siglo de los teólogos ni el de los filósofos. Otras centurias anteriores no les digo que no, pero no el siglo presente. Creo que este es el siglo de los profetas, casi nunca bien acogidos por las jerarquías eclesiásticas. Y no me extraña: en tiempos de cambios como el actual, que son verdaderamente revolucionarios, abundan los profetas pero también los iluminados e interesados. De cualquier forma, los obispos deberían pensar que Dios no siempre elige a los prelados para dirigirse a su pueblo. 

En cualquier caso, recuerden: las profecías no se han formulado para predecir -eso es cosa de periodistas morbosos, como yo- sino para convertir. Sólo que ahora la conversión urge. ¿Quién sabe si no nos encontramos en la última cuaresma antes de que la era de la justicia de Dios sustituya a la era de la misericordia de Cristo? 

La paciencia de Dios es infinita, pero la eternidad no consiste en un tiempo muy largo sino en la ausencia de tiempo. Y cuando lo eterno se introduce en lo temporal, nace el calendario. Y este galimatías eulogiano sólo quiere decir que el día del juicio puede estar próximo. Ergo, mejor convertirse hoy que mañana. Como dirían en tierras navarras "pa' quitarnos el cuidao".