Muchos se extrañan de que Pedro Sánchez, hasta hace muy poco, resultara como caballo ganador en las previsiones electorales, pero la verdad es que hoy solo sucede con el CIS de Tezanos, porque ya nadie lo cree excepto el presidente y su equipo. Por otro lado, lo que se viene llamando efecto Feijóo ha colocado al PP en cabeza seguido del PSOE, y Vox comiéndole la merienda como se descuide.

La guerra política de partidos no la deciden los líderes -hoy, absolutamente mediocres intelectualmente hablando-, sino quien gane la guerra cultural. Para hablar con propiedad definamos qué es la guerra cultural, porque dicho así parece que tiene que ver con el aprovisionamiento de conocimientos y en realidad se refiere a cómo inducir a la sociedad para que piense de una manera precisa y en una misma dirección. Se trata más bien de la articulación de debates, reales o no, en los que los individuos tejen una red interior de la que no pueden escapar si no poseen un juicio crítico que les ayude a salir de tal manipulación.

La democracia liberal es la patena donde se consagra la libertad de los individuos. Los defensores -y vividores- de la socialdemocracia lo saben, por eso tratan de radicalizar la democracia a su interés partidista sistematizando todos los procesos, aislando al pueblo soberano dejando que participe cada cuatro años o marginando cualquier otra forma de gobierno que no sea como ellos dicen que sea.

El ex activista y amante de la historia Jordi Garriga Clavé ha declarado en sus redes sociales lo siguiente: «Algunos dicen que el comunismo cayó porque el capitalismo realizaba mejor sus promesas. Lo que no imaginaban es que el capitalismo iba a hacer realidad todas las amenazas que le atribuyó al comunismo: totalitarismo, empobrecimiento general, destrucción de la religión, la familia y la nación… El neoliberalismo implantado desde el globalismo del Nuevo Orden Mundial es así, y todos los presidentes de lo que denominamos como Occidente comulgan con sus objetivos: hundiendo a la población en una incertidumbre económica constante, con crisis financieras que condicionan el futuro de sus vidas, crean ansiedad con apocalipsis climáticos que nunca llegan a suceder, controlan la demografía mundial con el aborto y la eutanasia, fomentan nuevas generaciones sin suelo identitario y de bajo nivel intelectual formando conciencias acríticas...

La democracia liberal es la patena donde se consagra la libertad de los individuos. Los defensores -y vividores- de la socialdemocracia lo saben, por eso tratan de radicalizar la democracia a su interés partidista sistematizando todos los procesos, aislando al pueblo soberano dejando que participe cada cuatro años o marginando cualquier otra forma de gobierno que no sea como ellos dicen que sea

La izquierda ha basado siempre sus posibilidades en eso, en extremar las circunstancias provocando un choque de trenes para que luego, a río revuelto, se lleven sin demasiado esfuerzo algún pez. Comenzaron con la lucha de clases. Hoy son los enfrentamientos fragmentarios que dan como resultado la cultura woke, verdadero cultivo de ciudadanos permanentemente enfadados, presionados por medio de los movimientos que los manejan y las políticas que legislan la estulticia continuada. Dividir y vencer, esa es la estrategia de la izquierda que siguen usando para dar sentido a su existencia. La fragmentación articulada es el éxito de la guerra cultural… ¿ahora se comprende mejor qué sucede en nuestras calles y ciudades?

Por esta razón, los populares llevan como pollo sin cabeza desde Mariano Rajoy. Quieren competir de igual manera que los sociocomunistas como si fuera algo propio de la naturaleza del partido, sin embargo, a ojos vista, resulta artificioso porque el enfrentamiento social no corresponde a su manera de hacer política y cuando pretende competir en la calle con guiños homosexualistas, feministas, históricos, climáticos o ecológicos tiene que redoblar sus esfuerzos respecto de la izquierda para parecer que son más que ellos. Pero nadie les cree porque su campo no es la calle. Lo suyo debería ser la economía y legislar en el bien común, pero de esto se han olvidado y por lo tanto han perdido el sentido de su existencia y el suelo electoral.

Un buen ejemplo de qué política debería hacer el PP es la de Ayuso, que vuelve con políticas que recuerdan a los principios fundacionales de su partido y la gente la vitorea por la calle y gana elecciones

Por lo tanto, con la mediocre izquierda en plena huida hacia delante, rediseñando ideas nuevas para fragmentar, frente a la derecha popular, empeñada en mirarse en el espejo de los otros, han convertido a Vox en el único partido español identitario cuyos principios son aquellos que coinciden con la base antropológica del sentido común que todo ser humano lleva en el pack de su ADN. Para entender mejor lo que sucede un buen ejemplo de qué política debería hacer el PP es la de Ayuso, que vuelve con políticas que recuerdan a los principios fundacionales de su partido y la gente la vitorea por la calle y gana elecciones. Entonces… ¿Por qué en la calle Génova no hacen lo mismo? Porque el Partido Popular y el PSOE compiten en el poder como globalistas, no como identitarios. Por eso, Isabel Díaz Ayuso y Rocío Monasterio encuentran tantos puntos en común y hacen políticas cerradas que dejan a Mónica García en la calle de legislatura en legislatura.

Para cerrar la idea de qué es la guerra cultural posmodernista, se explica en sí misma con la hegemonía del poder. Es decir, en la medida que la derecha política y social admite y compite con la izquierda en la guerra cultural, sus perspectivas de identidad bajarán hasta desaparecer (si no han desaparecido ya), pensando en que la sociedad les aceptará, entonces -eso piensan ellos equivocadamente-, crecerán hasta alcanzar de nuevo el poder. Pero eso solo es cuestión de que la izquierda vuelva a radicalizar más las exigencias de la calle y vuelvan a destruir de nuevo sus paniaguadas y acomplejadas alturas de mira. La lucha hegemónica se convierte en una espiral sin fin. La guerra cultural solo se ganará desde la cultura real y de eso parece que los partidos identitarios se han dado cuenta, como sucede en España con Santiago Abascal, en Francia con Marine Le Pen, en Hungría con Katalin Novák o en Polonia con Andrzej Duda, a los que persiguen y castigan desde Bruselas por díscolos.

En esta ocasión, recomiendo libros sobre la influencia en la sociedad y los debates fragmentarios más recurrentes.

Manual de Filosofía en la pequeña pantalla (Berenice) de Santiago Navajas. Este libro tiene una doble dimensión. Una a través de las series de televisión más relevantes de los últimos años, aquellas que han combinado el éxito de público con la calidad sancionada por la crítica. Y otra con la discusión de los problemas filosóficos -políticos, morales, estéticos, empresariales, existencialistas- que se han abordado en dichas series.

Cambio climático sin complejos (Sekotia) de José Luis Barceló. El autor desentraña algunos de los aspectos más polémicos del cambio climático, como la razón por la que se critica la política económica e industrial de los países avanzados pero no la de las potencias emergentes como China o India, las más contaminantes del planeta… O afirmaciones arriesgadas como el mito de la despoblación del ámbito rural, un fenómeno global que afecta a países ricos y pobres sin distinción.

La educación en España (Almuzara) de José Ignacio Wert. La cuestión educativa, siempre candente, se puede abordar desde muchas perspectivas. La que se recoge en este libro corresponde a quien, primero como responsable político y, más adelante, tras dejar el Ministerio, como estudioso interesado en la materia, se ha centrado sobre todo en la política de la educación, en todos los aspectos que influyen sobre las políticas públicas que moldean el sistema y en la economía política de las reformas orientadas a mejorarlo.