Uno o varios desaprensivos secuestran a tres adolescentes (en la imagen) en Estados Unidos (una de 14 años) y las mantiene secuestradas durante 10 años. Una de ellas ha tenido un niño, es decir que ha sido violada, como es de suponer que lo fueron sus dos compañeras de presidio. Me pregunto cuántas veces las tres casi niñas habrán suplicado clemencia a lo largo de una década sin obtenerla.

En España, dos padres han sido acusados de intercambiarse a sus hijas de seis y ocho años para violarlas. Sin comentarios.

Algo debe estar ocurriendo, ¿no Este tipo de sucesos nos aturde de tal forma que enseguida recurrimos al tópico: Estos tíos están locos. Ahora bien, el loco no actúa con maldad, es el perverso quien acaba perdiendo la razón de tanto atentar contra su propia naturaleza. Estos casos no son problemas de locura sino de moral. Llevamos cincuenta años trivializando el sexo, inundados en pornografía y defendiendo que esas eran las posturas más liberadoras. Y si alguien levantaba la voz se le califica como reprimido sexual.

La verdad es que el único reprimido sexual es el rijoso. Aquel para quien el sexo es un fin y cuya vida sexual es muy parecida a la de los viejos patricios romanos, que comían, vomitaban y volvían a comer. Claro, es que no comían para alimentarse, comían para engullir, por el placer de pasar viandas hacia el vientre. Entraban así en el mismo círculo vicioso en el que ha entrado la sociedad actual con el sexo: un ansia siempre creciente de un placer siempre decreciente. La llamada libertad sexual ha dado en esto: en secuestro y violación de adolescentes o en ceder a tu propia hija para que pueda ser ultrajada por el colega mientras tú haces lo mismo con la suya.

El sexo tiene dos motivos: entrega y procreación. Si te entregas a alguien es evidente que ya no te perteneces. Entre un hombre y una mujer que yacen juntos se establece una relación tan intensa que debe ser eternamente disfrutada o eternamente soportada.

Y, además, la naturaleza impone que la unión conyugal da lugar a un nuevo ser: los hijos. Es decir, las dos cuestiones que lleva predicando el catecismo cristiano desde hace 21 siglos.

Nos hemos cargado esos dos principios y entonces es cuando no nos podemos escandalizar al comprobar a dónde nos ha llevado. ¿De qué nos asustamos Somos una sociedad enferma, pero por inmorales, no porque nos haya inoculado un virus. Y si queremos evitar tendremos que volver a los dos principios que rigen la sexualidad humana: la entrega y la procreación. O sea, volver a Cristo. Y si no, pues tengámonos a las consecuencias.

Eulogio López

eulogio@hispandidad.com