La maldición polaca se compone de dos elementos: su coherencia con la fe cristiana y su lucha por la subsistencia como pueblo.

Sólo los polacos, borrados del mapa sucesivamente a lo largo de su historia y siempre vueltos a resucitar, entienden que la palabra patria significa 'padre', más que nada porque se han quedado huérfanos más veces que ningún otro. La imagen que el mundo tiene de 'Polska' se compendia en la frase "pobres polacos". En efecto, han sido invadidos por protestantes suecos, austriacos imperiales, paganos nazis y ateos bolcheviques. Sobre todo los dos últimos pretendieron borrar a los polacos del mapa, de la historia y de la existencia. Polonia es el arquetipo del romanticismo, pero del romanticismo católico. Nadie como los polacos para perseverar más allá de toda esperanza.

Además, los 'pobres polacos' salvaron al menos dos veces a la civilización cristiana Occidental y a toda Europa. El Islam intentó conquistar el Viejo Continente  desde el suroeste y desde el este. Los españoles tardamos ocho siglos en expulsarles de la península, pero la lucha llegada desde Bizancio también tuvo su enjundia. En 1683, el poder turco se ha enseñoreado de los Balcanes -ahí quedó su no muy salutífera huella, y cerca Viena, capital centroeuropea. Si Viena hubiera caído probablemente habrían llegado hasta Normandía.

Pero allí estaba para evitarlo el rey polaco Jan III Sobieski. Europa le debe mucho a los húsares alados, quienes cargaron contra los mahometanos, muy superiores en número, y les derrotaron. Sobieski reveló el espíritu polaco en su sentencia final: "Llegué, vi, Dios venció". La humildad de los polacos no tiene parangón ni tan siquiera con su coraje. Sobieski entregó al Papa Inocencio XI el estandarte verde de Mahoma que enarbolaban las tropas del gran visir turco.

La batalla de Viena, combinada con la victoria naval Lepanto, -esa batalla que sólo el británico Chesterton supo convertir en elegía gloriosa-, detuvo a los islámicos en lo que Juan Pablo II (en la imagen) llamaba el "segundo pulmón" del viejo continente, la Europa del Este.

Pasaron tres siglos y, en 1920, un Estado polaco renacido tras la I Guerra Mundial, desaparecido durante 150 años, se enfrenta a la maquinaria del Ejército Rojo, del primer Lenin. Un Ejército que sólo había reparado en Polonia como mero puente de paso, pues su objetivo era expandir la revolución bolchevique por toda Europa y cuyo destino último era Gibraltar. Los pobres polacos no constituían ni objetivo militar y, de hecho, su Gobierno, más pusilánime que su pueblo, ya había enviado emisarios para la rendición.

Las invencibles fuerzas de Ejército Rojo, liderado por uno de los grandes asesinos de la era moderna, Feliks Dzerzhinsky, el hombre que alumbró la Checa, o policía secreta de los soviets, se planta frente a Varsovia, en la ribera exterior del Vístula. Es la milicia de Trotski, uno de los pocos comunistas sinceros que hayan llegado alto, razón por la cual fue asesinado a miles de kilómetros al oeste.

Polonia se prepara para otro horror apenas dos años después de su renacimiento. Todo ello cuando Santa Faustina Kowalska es una adolescente de 15 años llegada desde la poquedad de una aldea campesina y el mismo año en que, al sur, en las estribaciones de los montes Tatras, nacía un muchacho llamado Karol Wojtyla.

Polonia huele a masacre y, sobre todo a masacre indiferente. Pero en esas surge otro romántico, el mariscal Jósef Pilsudski, que se niega a obedecer las órdenes de rendición que esperaba Lenin, empeñado en reservar a sus hombres para Alemania y Francia. 

Pilsudski encuentra una brecha en el Ejército de Trotski y se dispone a aprovecharla. En un movimiento estratégico de una osadía reservada a los dementes y a los santos, retira varias columnas del frente y aprovecha la brecha de los soviéticos en plena noche. Se sitúa a su retaguardia y ataca por sorpresa a unas fuerzas que le decuplicaban. El resultado es que los polacos sufren 200 bajas por miles los rusos, que abandonan las posiciones y huyen hacia el este. Lenin tendrá que esperar para convertir a toda Europa en una dictadura proletaria.

La soberbia cobarde de las potencias europeas no encuentra el momento para expresare su gratitud a los polacos pero Lenin sí es consciente de lo acaecido. Confiesa a sus compañeros que el milagro del Vístula ha supuesto un momento crucial para "la historia del mundo". Luego, como el gángster que era, jura venganza sobre los polacos hasta acabar con ellos "de una vez por todas". Como todos los matones, moriría sin ver cumplidas sus amenazas. Para conquistar Polonia, los comunistas tuvieron que valerse de la acometida nazi. Una vez más, los polacos habían salvado la civilización occidental. Pero nadie lo valoró.

El salvamento de Polonia va a servir para que Kowalska lance la revolución de la Divina Misericordia y para que, en el ambiente creado por una religiosa sin estudios que comenzará así su diario: "Para mí, solamente el momento actual es de gran valor. El tiempo que ha pasado no está en mi poder, cambiar, corregir o agregar no pudo hacerlo ningún sabio ni profeta, así que debo confiar a Dios lo que pertenece al pasado. Oh momento actual, tú me perteneces por completo". Faustina marcaba la cronología y la cosmovisión cristianas, tan alejadas de las pesadillas del pasado como de ilusiones futuras, tan lejos del resentimiento como de la vanidad mundana por alcanzar la cumbre. La cosmovisión cristiana es la del eterno presente, porque en el presente es donde el tiempo coincide con la eternidad.

Y a partir de ahí comienza la odisea de la monja escondida, su famoso Diario, escrito muy a su pesar, porque no se sentía capaz ni tampoco sentía la necesidad de dar a conocer su amistad con el Redentor.

Pero Cristo se había empeñado en que una monja tuberculosa y semianalfabeta le diera la vuelta a la historia en su tramo final: "Jesús, tú ves qué difícil es para mí escribir y que no sé describir lo que siento en el alma… pero me mandas escribir, oh Dios, esto me basta".

El Padre Eterno estaba preparando el camino.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com