(Marcos 10, 35-45).

Richard Green era lo más parecido a un hombre humilde. Sí, hasta los espíritus sabemos que eso es una especie de contradicción en sus propios términos.

Su formación intelectual era impresionante pero casi toda ella producto de sus lecturas. Un autodidacta, que le dicen. A los 25 años había leído casi todo lo que se podía leer, que, en contra de lo que piensan algunos pesimistas, es mucho. 

Tanto es así que, tras graduarse en el instituto, decidió no perder el tiempo en acudir a una universidad y volcó todo su talento en la literatura, que no deja de ser un reino del pensamiento, que no del sentimiento. No estaba dispuesto a perder un lustro de carrera universitaria escuchando a profesores empeñados en enseñarle todo sobre el mundo cuando Richard quería conocerlo todo acerca de la vida, que no es lo mismo.

Con ese plan de vida tenía que dar en poeta y, por supuesto, ahí terminó. En la Norteamérica del siglo XXI, los buenos poetas son tan necesarios como en cualquier época o lugar. Antaño era los que contaban historias al calor de las hogueras y ahora cuentan las mismas historias que la gente continúa necesitando, hoy como ayer.

A Green le llamaban polifacético pero lo cierto es que lo único que hacía era glosar a Cristo sólo que en muy diversas formas: escribía de todo y todos contaban con él para pasar a la historia con una gran obra. Todos menos él, que no tenía la menor intención de pasar a la historia en modo alguno      

Escribía teatro del siglo XXI, es decir, teleseries. También la novela del siglo XXI, es decir, guiones de películas, aunque lo que más le gustaban era la poesía monda y lironda, poesía satírica para publicar en Internet, esto es, la pura fugacidad. Richard no tenía la menor intención de pasar a la historia. Precisamente, le gustaba el soporte digital porque constituía el espejo mismo de la existencia: pasado y futuro fundidos en un presente continuo. Sus palabras y sus mensajes no necesitaban ser grabados ni recopilados, se volvían internos en el corazón de sus lectores. Y si el lector los olvidaba tampoco pasaba nada: el primero en olvidarlos era el propio autor. Y es que escribía para los demás, y los buenos lectores sólo buscan vivencias y significados.

Era un superviviente de una raza en peligro de extinción: la de aquéllos que viven de su pluma. O mejor, de su tecla.

Ganaba mucho dinero y no ahorraba un dólar, porque todo lo gastaba o lo repartía. Era socio de otro extraño club, la de quienes no sienten angustia económica y que aún creía en aquellos de los lirios del campo.

Lo más importante: no pretendía sentarse ni a la derecha ni a la izquierda del Padre: la gloria le importaba un pepino. Y cuando la gente le conocía siempre se hacía la siguiente reflexión: ¿qué pensará este tipo para estar siempre tan contento?

Los ángeles conocíamos su secreto: Richard Green era un sujeto agradecido. En primer lugar, agradecido por estar vivo. Es la gratitud con la que se saluda un amanecer, no como si fuera el último, sino como si fuera el primero.

Y entonces fue cuando se le ocurrió aquello. Decidió escribir su sentido de la existencia en un cristal cubierto de polvo. El blog y le parecía algo demasiado sólido, casi prepotente. Así que cogió el dedo índice y escribió en aquella galería sucia:

La vida es una broma y todo nos lo muestra,

Lo pensaba a menudo y hoy lo sé con certeza.

Broma apasionante que brilla en su rareza.

De entre todos los desastres

soy yo, Señor, quien más te aprecia.

Sentarme no quiero, ni a tu derecha ni a tu izquierda,

prefiero mirarte de frente y

contemplar cómo creas las estrellas.

Y sucedió lo que tenía que suceder. Su poema sólo tuvo un lector: el limpiacristales, quien le prestó la misma atención que a aquellos otros ventanales donde manos sacrílegas repetían aquello de "tonto el que lo lea".

A Richard Green no le importó un comino que su obra más preclara no fuera leída por nadie ni recibiera galardón alguno. Cuando contempló el cristal impoluto recordó aquello de "siervos inútiles somos, lo que teníamos que hacer eso hicimos". Nuestra vida es una poesía en el polvo. Por eso es tan hermosa. Hablo de la vida de los ángeles y de los hombres, que sólo se parecen en una cosa: en nuestra mutua condición de seres creados.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com