Juan Pablo II ha decretado el año de la Eucaristía. Ya lo escribió en su día: La Iglesia vive de la Eucaristía. Recientemente, el director de Opinión de Hispanidad.com, Javier Paredes, le explicaba a Luis del Olmo que la crisis de la Iglesia era algo tan sencillo como que la gente no se arrodillaba al pasar delante del Sagrario. Por el momento, no he visto otra definición más ardua y certera.

Es más, para saber si un cura tiene fe, nada más sencillo que contemplar cómo trata al Santísimo. Para saber si una parroquia funciona bien, sólo hay que mirar si hay confesores en los confesionarios y curas oficiando en el altar. Para saber si una iglesia está bien construida, no tiene más que comprobar dónde está situado el Santísimo. Si tardan mucho en describirlo, malo. Para saber si la liturgia funciona, sólo hay que ver cuántos fieles se arrodillan en el momento de la Consagración.

Conozco una Iglesia madrileña donde los fieles comulgan bajo ambas especies. Por comodidades, el cura ofrece la forma consagrada. A su lado, hay una mesa con el caliz. Entonces, cada feligrés moja la forma, como si se tratara de una galleta María y se la lleva a la boca. Deberían santificar tanto el mantel de dicha mesa como las baldosas sobre las que se apoya.

En efecto, la crisis de la Iglesia consiste en lo difícil que resulta confesar y en la vulgaridad con la que muchos cristianos tratan a la forma consagrada; se deja ver que no creen que ese trozo de pan sea Dios.

En sentido contrario, aumenta el número de parroquias que exponen al Santísimo en la custodia, algunas de ellas lo mantiene así todo el día, y algunas hasta la noche. Me sé de parroquias que han trasformado su laxitud en fuego tras una temporada exponiendo la forma para que todos puedan adorarla y hablar con Él. La exposición permanente del Santísimo está constituyendo una auténtica revolución en la Iglesia.

Pero esto no hace intelectual. Este lenguaje, que entendemos todos, es impropio de un diario tan serio y digno como Hispanidad.com. Digamos lo mismo de otra forma: El problema del mundo moderno, que no de la Iglesia actual, consiste en que ha perdido el sentido de culpa. Como dijo Pablo VI: el pecado del siglo XX es que ha perdido el sentido del pecado.

El segundo problema del mundo actual, que no de la Iglesia actual, es que ha perdido el sentido del amor, que es entrega. Por eso, al hombre actual le cuesta horrores entender el sacramento. En la Eucaristía, el Todopoderoso se entrega inerme en nuestras manos, la Eucaristía no es ágape fraterno, sino sacrificio expiatorio. Lo importante de la Misa no son las lecturas, sino la consagración y la comunión. Pero la Eucaristía es, ante todo, sacrificio. Toda la liturgia, de cualquier religión, lleva aparejado el concepto de sacrificio pero es que toda realización humana está marcada por ese mismo sentido: lo que no exige esfuerzo, no merece la pena. Y esto vale para la política, para la economía y para la cultura.

Volviendo al comienzo: la única forma de terminar con la Iglesia es prohibir la Eucaristía. Pero la Eucaristía no sólo mantiene a la Iglesia con vida: también mantiene al mundo. Afirmación que resulta, cuando menos, electrizante.

Como siempre, Juan Pablo II ha resultado no sólo acertado, sino, sobre todo, pertinente. Este era el mejor momento para un Congreso Eucarístico y para un año de la Eucaristía. Que Dios conserve a este Papa muchos años.

Eulogio López