La lógica de la economía de mercado impone que es la demanda la que marca su ley. Si hay demanda, debe crearse la oferta necesaria, porque el gran problema de vender lo producido está solucionado.

Pero no, porque ésta es una sociedad triste y atemorizada y esas sociedades crean economías tristes. Crean economías como la de José Montilla, ministro de Industria y Energía.

La ola de calor y la pertinaz sequía que sufre España generan fuertes puntas de demanda de energía. Esto debería ser aplaudido por todos y acogido con regocijo. Es una sociedad que mejora su calidad de vida y, por tanto, reclama más energía, que es como la materia prima del desarrollo económico. Ese incremento de la demanda energética en España debería ser atendido con un aumento de la oferta, con una fuerte inversión en generación, con el correspondiente aumento de mano de obra y de aplicación, cuando no investigación de alta tecnología, tanto en creación como en distribución de energía. Por ejemplo, llevamos una década en la que la demanda energética crece al 6% de media anual, pero la generación no aumenta al mismo ritmo ni se invierte en distribución.

Y entonces es cuado el ministro Montilla, eximio representante de la economía triste hace su puesta en escena. Lo único que se le ocurre es castigar a los particulares que consuman mucho ¿Quién decide cuándo se consume mucho? En lugar de producir más, penaliza el consumo.

Al tiempo más tristeza económica, la Red Eléctrica Española, esa que no invierte lo necesario porque está entregada a la lógica de las presiones de los fondos especulativos de capital-riesgo, comienza a cortar el suministro a acerías, cementeras y otras grandes empresas consumidoras de energía. Estas, a su vez reducen producción y reducen creación de empleo.

La economía triste se basa en lo que podríamos llamar el sentido ecológico de la vida, que es el acabóse de la tristeza: No te muevas, que derrochas; no respires, que contaminas A Montilla no se le ocurre aumentar la oferta: sólo penalizar al consumidor.

Naturalmente, con petróleo, gas y viento no es posible aumentar la oferta pero lo que la lógica, esta vez sin apellidos, impone es la energía nuclear, para no vivir siempre al borde del precipicio, en este caso al borde del apagón. Pero el Gobierno Zapatero no se separa de su ideología progre ni en el excusado : le enseñaron de pequeñito que la energía nuclear era malísima, y su concepto de la vida hizo el resto : nos falta energía, pero nunca jamás volveremos a la energía nuclear. Sus amigos franceses son mucho más listos: primeros productores de energía nuclear de Europa y, en términos relativos, del mundo. Al parecer, la progresía francesa es más alegre y, sobre todo, más astuta que Mr. Bean.

Lo mismo ocurre con la política de vivienda: una demanda disparada como la española debería haber propiciado una política de oferta pública suelo y de vivienda igualmente disparada. Pues no :cuidado con la burbuja, muchachos, una burbuja que, naturalmente, afectaría, no a aquel que utiliza su casa para vivir, dado que éste no va a especular comprando y vendiendo, sino a aquel otro que utiliza el ladrillo como inversión. Y si son éstos últimos los bolsillos que sufren pues nadie va a llorar. El Gobierno debería pues lanzar un plan de viviendas de protección oficial o de precio tasado a lo bestia, que obligar a la vivienda libre a reducir el precio. Esa sí sería una espléndida inversión pública.

Y lo peor de esta economía triste es que favorece a los ricos, en cuanto mantiene oligopolios o precios abusivos. La energía es un oligopolio en España, dirigido desde el Ministerio de Industria, y los promotores inmobiliarios están encantados con una demanda que les permite vender sus pisos a precios delirantes incluso antes de hacer los cimientos, endeudando a la clase media y baja, y especialmente a los jóvenes que buscan un hogar, hasta límites en verdad peligrosos.

Y es que la progresía, lo hemos dicho siempre, es lo más triste que hay. Le falta vitalidad, es mortecina; le falta liberalidad, es mezquina; le falta optimismo, es un verdadero coñazo.

Eulogio López