A las 21,37, hora española, del sábado 2 de abril, fallecía Juan Pablo II, Papa de la Iglesia desde 1978.

Durante la tarde del viernes 1 de abril se oyó repetir a muy respetuosos periodistas que había que perder toda esperanza. La verdad es que, en ese mismo instante, Juan Pablo II estaba viviendo su gran espera, su gran objetivo, como la de todo cristiano consecuente: la muerte, que es comienzo de una vida mejor. Se siente el dolor de la separación, pero lo sienten los que se quedan, no los que se van.

Mientras una legión de indocumentados, seguramente sin mala intención, pero incapaces de comprender lo que pasa por la cabeza del Papa, hablaban de la agonía, Wojtyla impartía la que probablemente sea su última lección: nos enseñaba a morir y, de paso, repasaba la lección de cómo darle un sentido, el único sentido posible, al dolor humano. El último tramo de su pontificado ha tenido esas etapas: primero nos enseñó cómo vivir una vejez que merece la pena, una ancianidad con frutos. Luego nos ha enseñado que el dolor sobrenaturalizado es la principal arma con la que cuenta el hombre para cambiar el mundo. Ahora, nos enseña a mirar con alegría, incluso con cierta ansia, lo que precede a contemplar al Creador.

Juan Pablo II, con su cuerpo hecho una piltrafa pero su alma más indomable que nunca, ha enseñado el gran mensaje evangélico, que no es otro que la felicidad: Estoy contento, estadlo también vosotros. Y una última muestra de gratitud, suponemos que dirigida la juventud: Yo fui a vosotros, ahora vosotros venís a mí, os doy las gracias. Dos frases que valen por un centenar de encíclicas puestas en fila. 

Durante sus primeros años de pontificado, Juan Pablo II evangelizó con palabras y escritos. Ahora lo hace con hechos, porque determinadas actitudes convierten en elocuente el silencio.

¿Y después qué? Pues después nadie lo sabe. La historia es la historia de la libertad, porque el hombre ha sido creado libre. Por eso la historia es impredecible. Las acciones de hoy, y también la oración de hoy, es el material con el que Dios alumbra el futuro en su continuo presente.

Es cierto que Dios ha marcado el futuro de su segunda venida, y es cierto que muchas personas de sólida vida interior, en absoluto el visionario estilo Ali Agca, afirman que el signo de los tiempos parece apuntar hacia la posibilidad de un nuevo mundo, pero los tiempos de Dios no son los tiempos de los hombres. Por lo general, el discurso escatológico de Jesucristo, que de eso hablamos, nos dice con meridiana claridad lo que va a ocurrir pero esconde cuándo va a ocurrir. A partir de ahí, saque cada cual sus propias conclusiones, aunque no hace falta sospechar el futuro para seguir los pasos de Juan Pablo II. Eso puede y debe hacerse en cualquier momento y lugar.

En todo el mundo se celebran vigilias de oración por Juan Pablo II. Seguramente, él desearía que en ellas no se rezase sólo por su alma, sino también por la de su sucesor.