Buen artículo, como todos los suyos, el de José Javier Esparza en El Manifiesto, para poner el dedo en la llaga en el déficit democrático europeo tras el fracaso de Irlanda. Entre la clase política europea se ha impuesto el "todo para el pueblo pero sin el pueblo", que los del tal pueblo siempre son muy pelmas. Es el mismo razonamiento del Pepón de Giovanni Guareschi, el entrañable alcalde comunista que se preguntaba por qué el voto de Giuseppe, borracho ocho días a la semana, tenía que valer lo mismo que el suyo, lector diario de L'Unità. Tiene toda la razón Esparza: si sólo han votado los irlandeses, y de hecho no han votado ni la mitad de los convocados, no lo es menos que sólo el Gobierno de Irlanda decidió someter a referéndum un Tratado de Lisboa que constituía el atajo de Sarkozy tras el fracaso del aún más peligroso Tratado Constitucional del masoncete Giscard d'Estaing. Así que, si no se somete a votación una Constitución, ya me dirán qué vamos a votar.

De hecho, lo más significativo del referéndum irlandés no es que unos pocos millones de isleños hayan puesto en solfa a 500 millones de europeos, sino que sólo un país, uno solo, haya convocado a la ciudadanía y lo que es peor que, en ese país, sólo 4 de cada diez ciudadanos con derecho a votar hayan decidido hacerlo. El político europeo de hoy desprecia al pueblo, y resucita el viejo aforismo ilustrado de todo por ellos pero sin que ellos intervengan. Ahora bien, el pueblo también desprecia al político. De ahí a la desobediencia civil, o sencillamente al fraude social, sólo hay un paso. ¿Cómo va a haber Estado de Derecho si el ciudadano no cree en los derechos del Estado, porque contempla a ese Estado encarnado en una panda de aprovechados?

Ahora bien, una unidad supranacional no puede forjarse sin una constitución y una constitución, o conjunto de derechos y deberes de los ciudadanos, no puede aprobarse de forma mediática, con el visto bueno de la clase política, que es juez y parte en el proceso. Una constitución, o un remedo de la misma, es algo demasiado importante para dejarla en manos de la clase política. Un tratado de derechos es moral social, y cuando se trata de cuestiones morales, hay que consultar al pueblo.

Quienes se quejan de que unos pocos irlandeses decidan por 500 millones y, con ello, deciden obviar los referenda, deberían pensar que, tanto el Tratado Constitucional como el atajo de Lisboa, no puede ser decidido por 27 presidentes -bastante menos que el número de votantes irlandeses-, número que tiende a reducirse a dos personajes, consultivos y decisorios: el presidente francés y la canciller alemana.

Para no devanarnos mucho los sesos, lo mejor es no inventar sino aplicar lo inventado. Los Estados Unidos de Europa deberían imitar a los Estados Unidos de América, que se lanzaron a algo parecido -no igual, pero parecido. Hace 200 años. Caminaron por una doble vereda para contentar a las dos fuerzas en liza, la estatal y la federal: el sufragio universal para elegir al presidente y los votos por Estados para elegir al capitolio. Es más, dentro de esta esfera legislativa pergeñaron un congreso que vota por estados según población y un Senado que vota dos representantes por Estado, independientemente de que se trate de la poderosa y poblada California o de la desértica Montana.

Europa no será Europa mientras los 500 millones de europeos no puedan elegir estas dos cosas: a su Gobierno continental de forma directa -he dicho Gobierno, no esa coña llamada Comisión Europea, que hace lo que le ordena el Consejo Europeo- y a una cámara o núcleo que represente a los ciudadanos de los Estados miembros.

A este esquema de legitimidad representativa, ¿se niega el pueblo? Por supuesto que no. Se niega quien ha hecho de la política, no un servicio público, sino una profesión no mal remunerada, porque su poder y su salario dependen del mantenimiento del viejo esquema del Estado-nación. También se niegan los nacionalistas, con la boina calada ante una proyecto pan continental. En una Europa de esa características, no desaparecían los Estados-nación sino gradualmente, pero sí desaparecerían los nacionalismos y la casta política que impera en los 27 países miembros, cuyo poder depende del mantenimiento del actual estatus y su déficit democrático.

Ahora bien, una unidad supranacional no sólo tiene que ser democrática  sino que necesita, como toda nación, un alma, que es algo parecido a una razón para existir... y que no tiene nada que ver con el "alma europea" a la que se refiere el mortecino Moratinos. Los sistemas políticos pueden inventarse, pero no se inventa el alma de los pueblos, que es una creación de la historia. Por eso, el grito de uno de los grandes intelectuales del siglo XXI, un tal Karol Wojtyla fue el de "Europa sé tú misma". ¿Y qué es Europa? Responde Hilaire Belloc: Europa es la fe y la fe es Europa. A la UE política la hará la "ideología" cristiana o no lo hará nadie. La ideología cristiana, la que no sólo ha creado Europa sino todo Occidente se resume en un axioma y un apéndice. Axioma: el hombre es sagrado -porque es hijo de Dios-. Por tanto -apéndice-: la ideología cristiana se resume en que el hombre antecede a la humanidad, el individuo a la conectividad, y, por ello, no contra ello, las relaciones sociales deben guiarse por el bien común... siempre que no contradigan el dogma de la primacía de la persona. El hombre está por delante del sistema y de la estabilidad del sistema.

Por eso, la filosofía del sistema democrático es el cristianismo. El Gobierno debe estar en manos de los mejores, es decir, de los hijos de Dios, el título nobiliario más egregio de todos, al que se accede por la fe. Esta es la razón por la que lo propio del cristiano es ser demócrata y la filosofía de la democracia sea el Cristianismo. La democracia le gusta a la gente que le gusta la gente.

En cualquier caso, un modelo a seguir para la construcción europea son los Estados Unidos de América, otro, más propio, la Europa medieval, el Sacro Imperio. A mí éste me gusta mucho más, entre otras cosas porque no lo hicieron masones, como los norteamericanos Washington, Franklin, Jefferson y compañía.

Por tanto, sin cristianismo y sin democracia no habrá Europa. De hecho, tras los fracasos giscardianos y sarkozinianos, me temo que hay que volver a los orígenes, a la Confederación Europea del Carbón y del Acero (la CECA), a la unión aduanera y los conciertos económicos, que es lo más primario, lo más vulgar... pero lo cuantificable. Y en el entretanto, esperemos a una nueva generación de políticos más generosa y a una nueva generación de ciudadanos más entusiasta. Hay que reforzar la libre circulación de personas y una mayor igualdad de oportunidades entre ciudadanos y empresas en todos los países miembros. También habrá que abolir la política agraria común, que cercena cualquier idea de igualdad ante la ley. Pero conste que la economía siempre será el mal menor para mantener encendida la antorcha europea mientras recuperamos los ideales de antaño. Pura transitoriedad.

Y por cierto, si creyeran en Europa, tras el referéndum irlandés los que deberían haber dimitido son Nicolás Sarkozy y Ángela Merkel, los dos mandamases de un proyecto paneuropeo que ha fracasado. Dimisión en sus cargos de París y de Londres, que es desde donde dirigen un proyecto europeo que los europeos rechazan.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com