Siempre hemos aplaudido:
Al director de orquesta,
al actor en su escenario,
al trabajador premiado.
A todo el que con su esfuerzo,
e ingenio, nos ha beneficiado;
e inclinando después su cabeza,
agradece el aplauso merecido.
 
¿A quién aplauden esas manos?
¿Al muerto que a enterrar llevamos,
al que en vida no aplaudimos,
ni le mostramos más cariño?
 
¿A quién aplauden nuestras manos?
¿Al que no es nuestro amigo,
al que siempre envidia tuvimos,
al que cumple con su servicio?
 
Nunca se han aplaudido a sí mismas,
simulando aplaudir a los que aplauden,
cuando éstos están a su servicio.
Soberbia, vanidad, hipocresía,
apariencia, caradura, falsedad;
y demuestra una gran egolatría,
quien el aplauso para ensalzarse,
sin haberlo merecido, lo utiliza.