Los socialistas y los comunistas, solo en Madrid, asesinaron a 43 religiosos de los Hermanos de las Escuelas Cristianas durante la persecución religiosa que el Frente Popular ejecutó durante la Guerra Civil.

Sus verdugos sembraron de mártires la capital de España y sus alrededores: 12 en Paracuellos, 10 en Griñón, 8 en la Casa de Campo, 3 en el barrio de La China, 1 en el pueblo de Torrejón, 1 en la carretera de Fuencarral, 1 en el barrio de Pañuelas, 1 en el cementerio de Almudena, 2 en el Puente de Vallecas, 1 en Vicálvaro, 1 en el Soto de Aldovea y otros 2 en un lugar sin determinar de Madrid. Y a estos 43 hay que sumar otros 122 mártires de las Escuelas Cristianas que perecieron durante la Segunda República y la Guerra Civil en el resto de la España ocupada por los republicanos.

Parte de lo que sucedió está contado en un libro, publicado en 1941, bajo el título Los Hermanos de las Escuelas Cristianas en el Glorioso Movimiento Nacional. Se puede consultar en la Biblioteca Nacional, y para ahorrarles un trámite a los que les interese, les facilito su signatura, es esta: 3/94547.

Los milicianos del PSOE y del PCE odiaban todo lo cristiano, contra lo que sentían una verdadera obsesión enfermiza

Van a tener trabajo los sicarios de la totalitaria ley de Memoria Democrática para cumplir su encargo de tapar los crímenes cometidos por socialistas y comunistas, porque hasta que eliminen todas las pruebas de los archivos y las bibliotecas… Y por si esto fuera poco, tendrían que machacar también los discos duros de tantos ordenadores, porque este libro ya lo tengo yo escaneado en la memoria de mi portátil, como otros muchos documentos… Todavía más difícil que ponerle puertas al campo es pretender instalarlas en la libertad de los hombres.

Ya supongo que el título del libro citado les habrá puesto los pelos de punta a esos que emplean la torpe y oficial denominación de “mártires del siglo XX o mártires del de la década de los treinta”, para referirse a los miles de españoles que dieron su vida por defender la fe católica durante la Segunda República y la Guerra Civil.

Pero como no se trata de fastidiar por fastidiar, ni de enfrentarme a nadie, sino de entablar un debate intelectual para decir la verdad sin servidumbres políticas y con el fin de que nadie se despeine, copio unas líneas de este libro, con las que no puedo estar más de acuerdo, con las que los autores justifican de manera impecable el título de su libro:

“Si dedicamos un capítulo al glorioso Movimiento Nacional no es para hacer su apología, que siempre sería justa y laudable, sino porque la historia que vamos a escribir no tendría significación ninguna sin relacionarla con él. El hecho histórico deja de serlo si se lo separa de su proceso. Se da en un tiempo y en un espacio y hay que dejarle vivir en las condiciones en que nació”.

Ernestina Manuel de Villena (1830-1886) pertenecía a la aristocracia, empleó todo su patrimonio para montar un asilo para los niños huérfanos y cuando gastó todo lo que tenía, vestida de negro recorría Madrid pidiendo limosna para mantener esa institución

Son muchas las páginas de este libro que retratan magistralmente lo ocurrido, pero en el artículo de este domingo me quiero detener en el relato de la estancia de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, pertenecientes a la comunidad del Asilo, en la cárcel de San Antón de Madrid.

Aclaremos lo del Asilo y los Hermanos de La Salle. Vivía en el Madrid del siglo XIX una mujer admirable, Ernestina Manuel de Villena (1830-1886). Pertenecía a la aristocracia, empleó todo su patrimonio en la construcción de un asilo para niños huérfanos y, cuando gastó todo lo que tenía, vestida de negro recorría Madrid pidiendo limosna a cuantos se encontraba para mantener esa institución. Los madrileños la llamaban “la santa”.

Y el propio Galdós la convierte en un personaje importante en Fortunata y Jacinta, cambiándola su nombre por el de Guillermina Pachecho. Galdós la describe con estas palabras: “Tenía un carácter inflexible y un tesoro de dotes de mando y de facultades de organización, que ya quisieran para sí algunos de los hombres que dirigen los destinos del mundo. Era mujer que cuando se proponía algo iba a su fin derecha, como una bala, con perseverancia grandiosa sin torcerse nunca ni desmayar un momento, inflexible y serena. Si en este camino recto encontraba espinas, las pisaba y adelante, con los pies ensangrentados”.

El Asilo empezó a funcionar en 1859. Ernestina conocía y admiraba el trabajo de los Hermanos de las Escuelas Cristianas por los viajes que había realizado a Francia. Y después de muchas gestiones, consiguió que fueran los Hermanos de la Salle los que se encargaran de la formación de sus huérfanos, a partir del año 1878.

La primera comunidad del Asilo estuvo compuesta por cuatro Hermanos de las Escuelas Cristianas que atendían a 34 huérfanos del Asilo, situado entonces en el Paseo del Obelisco, que hoy es la madrileña calle del general Martínez Campos. Cuando aumentó el número de huérfanos, el Asilo se trasladó al número 68 de la calle de Atocha, cerca de la iglesia de San Nicolás.

Curiosamente, socialistas y comunistas se ensañaron con aquellos clérigos que realizaban una mayor y mejor labor social

Posteriormente, Ernestina compró unos terrenos en el barrio de Salamanca, donde construyó unas amplias instalaciones, en el cruce de la calle de Juan Bravo con la de Claudio Coello. Cuando estalló la Guerra Civil, el Asilo tenía 300 niños entre los seis y los diecisiete años, a los que los Hermanos de la Escuelas Cristianas alimentaban, vestían y educaban.

Los Hermanos de la comunidad del Asilo fueron detenidos el día 7 de agosto de 1936 y conducidos a la Dirección General de Seguridad, en cuyos calabozos pasaron aquella noche. Al día siguiente dos coches celulares les trasladaron a la cárcel de San Antón.

Habrá que explicar lo de la cárcel de San Antón, un nombre tan pío para una cárcel de izquierdas. Por ese impulso inevitable de la izquierda, vanguardia de la cultura, al estallar la Guerra Civil incautaron el colegio de San Antón de los escolapios, donde tantos niños habían sido educados, entre ellos el mismísimo Largo Caballero.  Los socialistas y los comunistas se apropiaron de este y de otros colegios de Madrid y los convirtieron en cárceles para dicarlos a "su" enseñanza; es decir, para enseñar a los fascistas lo que vale un peine. Uno de los jefazos de la cárcel de San Antón fue Santiago del Amo Saboya, y como su nombre le pareció muy retrógrado por español y católico, se lo cambió por el de Petrof, más acorde con la cultura y el progreso de la Rusia de Stalin. Petrof acostumbraba a pasarse por la cárcel con dos pistolones a la cintura y se había especializado en torturar a los presos para obligarles a blasfemar.   

Pues en esta cárcel de San Antón encerraron a la comunidad del Asilo, en una sala donde no había ningún mueble, ni sillas, ni mesas y mucho menos camas y colchones. Todo lo que tenían eran unas hojas de la Revista Calasancia que las ponían en el suelo para dormir, pero incluso eso les quitaron, porque decían sus carceleros que se trataba de hojas religiosas; así es que los diez primeros días durmieron directamente en el suelo, hasta que los milicianos les trajeron unos colchones llenos de piojos.

Según testimonio del Hermano Crisóstomo rezaban a menudo en grupos de dos, que era lo máxima reunión que se les permitía; y se confesaban frecuentemente, pues en la cárcel había muchos sacerdotes.

Algunos, como el Hermano Juan Pablo, hicieron apostolado con el resto de sus compañeros de prisión y les dieron instrucción religiosa. El Hermano Juan Pablo enseñó a rezar el Rosario a muchos reclusos, y hubo días que a costa de esta enseñanza llegaba a rezar quince rosarios.

En las famosas sacas de las cárceles de Madrid salieron ocho Hermanos de la comunidad del Asilo, que fueron martirizados. Sus nombres son los siguientes: Daciano, Juan Pablo, Sinfronio, Floriano Félix, Basilio Julián, Adelberto Juan, Ismael Ricardo y Pablo de la Cruz.

El ambiente religioso con el que vivían en prisión lo cuenta el Hermano Santiago Ángel con las siguientes palabras:

“En la cárcel de San Antón estuve con los Hermanos del Asilo, cuyos nombres no recuerdo todos. Aquellos primeros meses de guerra lo fueron también de terror. Estábamos continuamente amenazados por los milicianos que acechaban con inquietud aviesamente codiciosa a cada uno de nosotros para hallar una ocasión de atormentarnos, de insultarnos y de hacernos sufrir, prorrumpiendo en las más atroces blasfemias.

Casi todos los Hermanos del Asilo estaban en una sala bien conocida de los milicianos, y esto hacía que anduviésemos con muchísima cautela, pues la menor manifestación religiosa podía traer la muerte.

Esto no obstante, nosotros cumplíamos a escondidas todas nuestras devociones y los ejercicios de piedad ordinarios, como los hubiéramos podido hacer en nuestra casa en los mejores tiempos. Como el día transcurría sin ningún quehacer, muchos eran los momentos que dedicábamos a rezar el Rosario, llevándole por los dedos, ya que nos habían quitado todo objeto religioso. Lo único que pudimos conservar fue el escapulario, y eso, cosiéndolo entre las costuras de la ropa. Esto sé yo que lo hicimos todos.

Había un pasillo oscuro y tortuoso en el cual nos paseábamos con frecuencia, y en el que aprovechando el ruido de las conversaciones de los demás presos, orábamos. ¡Cuántos Vía Crucis, estaciones, confesiones y otros actos de piedad se practicaron allí! Tan es así, que lo llamábamos el oratorio. De ello se dieron cuenta los cancerberos, y más de una vez rondaron por allí para tratar de coger alguno rezando.

Como estaban presos con nosotros muchos sacerdotes y religiosos, entablamos con ellos relaciones muy estrechas y, gracias a esto, pudimos confesar regularmente.

Los tribunales populares no tenían otro objeto que el de averiguar de cada uno de los presos lo que eran. Pasaron los Hermanos y por ellos mismos supe que respondieron que eran maestros religiosos

Muchas veces nos juntábamos y, recordando tiempos mejores, añorábamos los días tranquilos de nuestro feliz apostolado.

En medio de todo aquel odio que nos rodeaba, se observaba siempre en nuestros Hermanos esa resignación santa que infunde la fe. Más de una vez salió a colación lo del perdón de nuestros enemigos, y más de una vez también se levantó por algún seglar la voz de qué tal cosa no podía ser. Pero entonces todos nuestros Hermanos salían a una para inculcar entre los que los rodeaban el entonces difícil mandamiento del perdón.

Así pasando los días empezaron a funcionar aquellos tribunales populares, que no tenían otro objeto que el de averiguar de cada uno de los presos lo que era. Pasaron los Hermanos y por ellos mismos supe que respondieron que eran maestros religiosos.

Fueron a la muerte impresionados, sí, pero decididos y esforzados. Iban tranquilos, serenos, rectos sus cuerpos y sus espíritus

Pocos días después comenzaron aquellas listas negras. En la segunda incluyeron a nuestros mártires. Ninguno dudaba a dónde iba, y así todos se prepararon la víspera, confesándose. Aquel pasillo que llamábamos oratorio estaba concurrido y rumoroso, como si hubiera una romería o, mejor, un jubileo me pude despedir de todos ellos que decían lo mismo:

—Hasta el cielo.

Fueron a la muerte impresionados, sí, pero decididos y esforzados. Los vi marchar por una ventana que daba a las dependencias inferiores. Iban tranquilos, serenos, rectos sus cuerpos y sus espíritus, y adivinándose en aquella exacta geometría de su exterior el esfuerzo armonioso del espíritu que tendía a la sublimidad de la muerte gloriosa.

Con el ruido de los tres camiones en que se los llevaron, perdí de vista a mis Hermanos hasta el cielo”.

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá