Por medio de la ciencia, el hombre se asoma a la realidad por sus propios medios; pero por la fe percibo la verdad que otros alcanzaron antes que yo
Por medio de la ciencia, el hombre se asoma a la realidad por sus propios medios; pero por la fe percibo la verdad que otros alcanzaron antes que yo.
La dificultad de la Iglesia es comunicar la fe, hacerla presente como respuesta al corazón del hombre. Ya advertía de semejante dificultad Ratzinger, al comparar semejante empresa con el conocido apólogo de Kierkegaard sobre el payaso y el pueblo en llamas: ¿quién querrá escuchar hoy el mensaje que el teólogo (el payaso) lleva entre manos?
Sin embargo, también es cierto que la situación del payaso no es distinta a la de la gente que no lo toma en serio, porque también en él acontece la vulnerabilidad de su propia fe, “el asediador poder de la incredulidad en medio de la propia voluntad de creer”. La fe va siempre vinculada a una libertad donada, frágil. En estos términos fue la respuesta que dio Ratzinger cuando le preguntaron sobre el porqué la fe no nos hace mejores. Una pregunta, de hecho, “opresiva”. El cristiano, dirá Sartre en sus Cahiers pour une morale, a diferencia de un ateo, a quien no tiene por qué preocuparle llevar el traje impoluto o llevar una vida honesta, se sabe responsable de su propia vida, y al considerarla como una representación de la majestad de Dios, entiende que Dios está interesado en que configure su propia conducta de una manera no egoísta. El mismo Alexis de Tocqueville reconoce que uno de los cambios que introdujo el cristianismo consiste en situar “el propósito de la vida en el más allá, dando así un carácter más puro, más inmaterial, más desinteresado y elevado a la moral”.
En su Testamento espiritual, escrito el 29 de agosto de 2006, Benedicto XVI se muestra agradecido a Dios, a su familia, a los amigos, a su patria “en la que siempre he visto el esplendor de la Creación”; al cabo, “ningún pájaro vuela demasiado alto si vuela con sus propias alas”, sentenciará William Blake en los Proverbios del Infierno. Nos recuerda así el gran teólogo bávaro que todo es un don divino, que también Dios ama las cosas materiales porque es Él quien las ha inventado, como advertía C. S. Lewis; que no habitamos en una mansión propia que se ajusta a los propósitos del hombre, sino que existe un Dios hacia quien es necesario volver porque de él venimos, y nuestra mejor aventura en la tierra consistirá en reproducir un arquetipo eterno, un ideal vertical capaz de revertir el esclarecedor dictamen de la filósofa francesa Françoise Chauvin: “ (…) los hombres siempre han deseado cambiar, pero en otro tiempo deseaban ese cambio para acercarse a aquello que no cambia, al paso que hoy quieren cambiar para adaptarse a lo que de continuo cambia... Ya no se trata de ganar altura, sino de llevar la delantera; no de superarse, sino de no dejarse adelantar”. El juicio sobre la realidad deberá hacerse considerándolo como don divino.
Esta primera manifestación de agradecimiento se ve acompañada por su esencial deseo y preocupación: “¡Manténganse firmes en la fe. No se dejen confundir!”. Recordando la apuesta de Pascal, Ratzinger realizaba una propuesta a los laicos, como ahora a quienes “han sido confiados a mi servicio”. Si la Ilustración se caracterizó por mantener una normativa válida etsi Deus non daretur, este extremo sólo puede llevarnos a prescindir no sólo de Dios sino también del propio hombre. Obligar a los creyentes a comportarse etsi Deus non daretur, a no percibir ninguna correspondencia entre la razón y la fe, ¿no es un precio demasiado alto para vivir en sociedad? Hay que dar la vuelta al axioma iluminista: aun el que no logra encontrar el camino de la libre aceptación de Dios debería tratar de vivir y organizar su vida veluti si Deus daretur, como si Dios existiera. De este modo, nadie se verá limitado en el ejercicio de su libertad y las cosas encontrarán la razón que necesitan.
La ciencia, dice Benedicto XVI, no ofrece “resultados irrefutables en desacuerdo con la fe católica”. Si se expulsa a Dios de la esfera científica, la religión queda fuera de la vida del hombre. Si se expulsa la moral del ámbito del derecho, quedará fuera de la ley cualquier sistema de valores. Las garantías ilimitadas a la ciencia y a la técnica sólo llevarán a un progreso destructivo. Es obligado recordar los límites de la ciencia y poner dificultades al derecho. Por medio de la ciencia, el hombre se asoma a la realidad por sus propios medios; pero por la fe percibo la verdad que otros alcanzaron antes que yo. Una y otra pueden apoyarse mutuamente. La ciencia no tiene por qué crearnos dificultades para reconocer la existencia de Dios. No son alternativas la explicación científica del mundo y la fe en Dios; la verdadera alternativa es: fe en Dios o renuncia a la comprensión del mundo, fe en Dios o resignación de la razón. El hombre actual necesita recuperar la unidad interior entre ciencia y fe, descubrir la armonía que existe entre ambas, como dos vías de desarrollo espiritual y moral, que arraigan en su única existencia y provienen del mismo Dios. De semejante armonía depende tanto el porvenir de la fe como el porvenir del hombre en su totalidad. La ciencia sin fe destruye al hombre que la ha creado. La fe, sin el complemento de la razón, degenera en ideología.
Para Benedicto XVI, “Jesucristo es verdaderamente el camino, la verdad y la vida, y la Iglesia, con todas sus insuficiencias, su cuerpo”. Lo esencial es la fe en que Dios se ha revelado definitivamente en Jesucristo, y que es un Dios salvador que satisface el anhelo eternamente insatisfecho del corazón humano. El origen de nuestra vida cristiana es la experiencia del encuentro con Cristo. La fe no tiene por objeto abstracciones, no es un saber provisional, sino la realidad del mundo del hombre tal y como es querido por Dios, es decir, del hombre llamado a ser en Cristo. El encuentro con Cristo es la clave para interpretar la verdad del hombre. No se comienza, dirá Benedicto XVI, a ser cristiano por una decisión ética, ni por una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento.
Pero la Iglesia es su cuerpo. Leer la Escritura de acuerdo con el último método científico o vivir la Biblia no ya a partir de la Tradición de la Iglesia sino fuera de ella sólo puede llevar a un trabajo que se aleja de su verdadero cometido: profundizar y ayudar a comprender el depósito de la fe. Fuera de la Iglesia, la fe pierde su medida y configuración. La fe posee una “configuración necesariamente eclesial, se confiesa dentro del Cuerpo de Cristo, como comunión real de los creyentes”. La fe cristiana, como fe en la Encarnación del Hijo de Dios, es fe en un acontecimiento antes que en contenidos teóricos, la irrupción de lo eterno en el tiempo. La auténtica hermenéutica de la Biblia sólo es posible en la fe eclesial. Sin esa fe, faltaría la clave de acceso al texto sagrado: “También la letra del evangelio mata si falta la gracia interior de la fe que sana”, nos dirá Santo Tomás de Aquino. Esto nos permite alertar sobre el criterio fundamental de la hermenéutica bíblica: el lugar originario de la interpretación escriturística es la vida de la Iglesia. La referencia eclesial no es algo extrínseco, sino un criterio requerido por las Escrituras y por cómo se han ido formando en el tiempo. Es la fe de la Iglesia quien reconoce en la Biblia la Palabra de Dios: “No creería en el Evangelio, si no me moviera la autoridad de la Iglesia católica”, sentencia san Agustín.
Ratzinger representa el teólogo que cuida con serenidad y esperanza la fe de la Iglesia, en un tiempo donde la fe cristiana ha sido excluida, especialmente en Europa, del espacio cultural, y donde la principal tarea cristiana se llama “misión”. Pero, sobre todo, el teólogo se cuida bien de manifestar que la fe no puede ser sustituida por la opinión, porque la Iglesia no es una democracia donde el “yo creo” pueda ser sustituido por el “nosotros pensamos” de una mayoría. El teólogo alemán siempre habla de Dios desde la profesión de fe. En la profesión de fe se da el conocimiento verdadero de Dios y de la realidad misma. De esta manera, sostiene, cualquiera que sea su interlocutor, que la fe no es una actitud privada o un sentimiento añadido a un conocimiento racional autónomo de la realidad. La mirada creyente de Dios, cuando se profesa el Credo, es una mirada propia de la razón que conoce la realidad a la luz de la revelación divina. Confesar la fe supone la apertura de la razón a la realidad entera, el reconocimiento de su bondad y de su inteligibilidad.
El pensamiento sobre la fe del teólogo Ratzinger y del Papa Benedicto XVI posee una vigencia extraordinaria. La crisis de fe, la crisis del anuncio cristiano, se funda en que la propuesta de la revelación no parece coincidir con las inquietudes más perentorias del hombre, con la búsqueda humana, con las preguntas que nacen de la experiencia humana. Sin embargo, el anuncio cristiano consiste precisamente en esto: recordar que Jesucristo precede a toda pregunta y responde a las exigencias más profundas del corazón.