(Jn 21, 1-19). Por fin, los apóstoles hicieron caso de mi Señora Miriam. Ahora sabían que resultaba arriesgado no seguir sus consejos. En una semana, el Señor Jesús se les había aparecido dos veces a los apóstoles, la primera sin Tomás, el Mellizo, la segunda con él. La regañina que le sacudió a éste por incrédulo fue aprovechada por el Maestro para marcar la relación entre Dios y los hombres: confianza en el Creador para creer en lo que no se ve. Como dijo el poeta, "es más cierta la fe que la certeza".
Interesante período el que va desde la Resurrección de Cristo hasta su regreso a la Casa del padre. El maestro aparecía y desaparecía. Los cuatro evangelistas, tanto los testigos como los cronistas, tuvieron en este período su mayor reto.
Por ejemplo, se apareció al Zebedeo Santiago -el mayor, para distinguirlo del pariente de Cristo-, con mi Señora Miriam como único testigo, además de dos multitudes: nosotros, los Espíritus y los justos de antaño, aquéllos que habían sido liberados de la prisión intermedia entre el mundo y el Reino, algunos de los cuales se habían dejado ver a muchos ciudadanos de Jerusalén, tras la muerte del Maestro. En aquella visita, Jacobo el pescador recibió un encargo singular: debía viajar hasta Poniente para anunciar el Evangelio y para bautizar a unos salvajes de los que el bueno de Santiago jamás había oído hablar y que, suponía con acierto, hablaban lenguas extrañas para él. Aunque hay que reconocer que, para Santiago, sólo había una lengua conocida: el arameo siríaco en el que se entendía con todos los hebreos. Abrumado se quedó Santiago ante la encomienda, y sólo acertó a suplicar:
-Pues como tú no me ayudes, Señor Mío, estoy listo.
Por si fuera poco, Santiago debía partir de inmediato, en cuanto llegara el Espíritu de Dios. Era la primera vez que Santiago oía el nombre de Hispania y si hubiera remotamente sospechado lo brutos que eran en aquella zona del planeta, aún se hubiera sentido más impotente. Pero Santiago no dudó y mi Señora Miriam le prometió su ayuda.
La resurrección del Maestro había corrido entre los cinco centenares de fieles -más o menos fieles- dispersados por Israel en aquel viernes trágico. Todos recuperaron su confianza en Él tras haberle visto vencido, y afianzaron su papel cuando fueron convocados a Galilea, lejos del ambiente mundano de la capital.
Para todos ellos, incluidos los apóstoles, tenían una dificultad añadida, para asentir: el Maestro no parecía el mismo. Y no ayudaba mucho que Pedro asegurase que, su cuerpo resucitado, tenía algo de aquella apariencia gloriosa del Monte Tabor. Entre otras cosas, porque en el Tabor sólo contó con tres testigos: el mismo Pedro, el mencionado Santiago y su hermano Juan. Su cuerpo era el mismo, sí, pero, por decir algo, habían desparecido aquéllas llagas de sus pies y las rozaduras en la palma de las manos. Sin embargo, eran bien visibles las cicatrices de la crucifixión. Era, en palabras de Judas Tadeo, un cuerpo sin fisuras, una cabellera sin rastros de sudoración y una barba que crecía… hasta donde debía crecer… ni más ni menos.
A aquella pequeña multitud, que había acudido desde Judea a Galilea, fiados del testimonio de los apóstoles y del de las mujeres valientes de la cruz, Jesús se dirigió a ellos en apenas veinte minutos, en una pradera próxima al mar de Tiberíades. La obsesión general consistía en tocarle las manos, en palparle, como si vuestro sentido del tacto certificara el inaprensible pálpito de los ojos.
Pero en el ambiente aún flotaba una sombra de eso que los espíritus no entenderemos nunca: las dudas de los humanos, que no sólo constituyen una barrera para la fe sino también para el entendimiento, pues os impide ponderar los hechos y las palabras. Verbigracia: los espíritus nos dimos cuenta de que en aquellos cinco centenares de seres humanos, estaban representados 500, 5.000 millones de seguidores que llegarían apenas un instante después en la cronología del Reino, todos ellos medidos según el barómetro de la confianza en su palabra. Les costaba reconocerle y les costaba aceptar al que tenían delante de sí. Unos pasaron el examen con notable, los otros con un simple aprobado. Los hombres siempre os comportáis así: os cuesta más aceptar lo que perciben vuestros sentidos que las convicciones de su corazón. Como si al Maestro le importara algo que no fuera vuestro corazón. Porque lo sentidos olvidan, el corazón jamás.
No es reiteración insistir en esto porque, de otra forma, no entenderéis nada sobre ambos mundos. La duda no está hecha para los ángeles ni para los del Reino ni para los del averno. La duda es la prueba de los hombres como el orgullo lo fue de los espíritus. Y la duda se vence, no sólo cuando se confía en Dios, sino cuando desconfiáis de vosotros mismos. La duda de los hombres es la convicción de los ángeles y la certeza de los santos.
Y si Lucifer ha logrado una victoria en la época que vosotros llamáis la era contemporánea ha sido la de elevar la confianza en uno mismo al grado de virtud psíquica y hasta moral. Por lo demás, sabed que Satanás sólo os envidia dos cosas: vuestra posibilidad de salvaros. Y todos los espíritus, ellos y nosotros, os envidiamos otra: vuestra capacidad de generación. Que El Único haya aceptado que sea vuestra libérrima voluntad condición imprescindible para que él cree nuevos seres dotados de alma, es algo que no se comprende ni en el Reino ni en el abismo.
Pero estoy divagando, como un humano cualquiera. Volvamos a Galilea. La aparición más relevante la reservó el maestro para los más íntimos. Apenas cinco personas. Se encontraban en Cafarnaúm, a orillas del lago de su juventud. Eran Simón Pedro, Santiago el mayor, nervioso ante un encomienda que no sabía cómo abordar, su hermano Juan, que desde su fidelidad en el Calvario se había ganado el respeto y la admiración de todos, el incrédulo Tomás, deseoso de que no hubiera un maestro sino dos, para poder demostrar su fe ciega en ambos. También estaba Natanael, aquel hombre siempre sincero del que sus amigos no dejaban de burlarse por cómo conoció al Redentor y de sus famosas palabras: "¿De Nazaret puede salir algo bueno?". Es a quien la historia conocería como Bartolomé, quien también había recibido la visita del Maestro y sus instrucciones, aunque aún desconocía su destino. Lo único que sabía es que ese destino le sería comunicado por quien ya era su superior: Simón Pedro. Y vaya si se lo comunicó. Sería el apóstol que viajaría más al norte, hasta Armenia, ese pueblo que gracias a él, se ha convertido en un caso único de la cristiandad, el único cuyo pasado guarda cierto parecido con los judíos, una tribu siempre perseguida y que, hasta el momento, ha guardado una inexplicable fidelidad al Cuerpo Místico.
Hoy Bartolomé descansa en la isla Tiberina, en pleno corazón de Roma.
Como no tenían a mi Señora Miriam, que se había quedado en Jerusalén, todos rodeaban a Pedro, sin saber por qué le rodeaban. Y lo cierto es que el jefe andaba un tanto mohíno. El maestro había reservado apariciones personales para muchos de ellos pero no para él. Muy molesto. Simón, siempre impaciente, exclamó: Me voy a pescar.
Todos le siguieron. Entre los cinco empujaron la barca mar adentro y, como estaba previsto, no pescaron nada en toda la noche. El sol se asomaba por la Traconítide, aquella reseca y rocosa tierra de paganos, cuando el quinteto, comandado por un Pedro fastidiado, regresó a la base.
Ya enfilaban el arenal de la ribera cuando un hombre se dirigió a ellos desde la orilla. Hablaba, no gritaba, y, sin embargo se le entendía con total nitidez:
-Muchachos, ¿Tenéis algo de comer?
Aquello alertó a Tomás pues siempre se había preguntado cómo era posible que multitudes compuestas por millares de personas entendieran a Jesús cuando se dirigía a ellos sobre un roca o desde una barca en el mar. Estaba claro que el Maestro vocalizaba muy bien, Pero no reaccionó. Además, Pedro se adelantó a todos al tomar al peticionario por un mendigo:
-No hemos cogido nada –respondió con desdén.
Pero aquel individuo era tenaz:
-Echar la red a la derecha de la barca y encontraréis.
Si algo fastidia a un pescador es que un desconocido pretenda enseñarle su oficio. Especialmente, cuando le está pidiendo una tontuna tan increíble como que eche las redes prácticamente en la orilla, donde lo más que puede atrapase es algún cangrejo. Ya habían halado el material pero, por quitarse de encima al entrometido, dio órdenes de aceptar el disparatado consejo. También porque Tomás, fijos los ojos en el agua, le mostraba un espectáculo increíble. A estribor, sin apenas calado, una brigada de enormes peces saludaba a los presentes como si estuvieran pidiendo permiso para subir a bordo.
La red se llenó, allí, en la playa de Cafarnaúm y los cuatro luchaban con el peso. Digo cuatro, no cinco, porque el joven Juan practicaba el noble deporte de dejar trabajar al prójimo, con la mirada fija en el hombre de la ribera. De pronto, exclamó:
-¡Es el Señor!
Tres palabras que resucitaron al Pedro más genuino. El que desenvainó la espada en el Huerto de los Olivos y se enfrentó a mandobles con los mercenarios del Sanedrín. Se ciñó la túnica y se echó al agua, dejando que los que sostenían el peso de aquella recogida fueran tres. Nadó hasta la orilla y se encontró con quien quería encontrarse, pero fue incapaz de articular palabra.
Al final, llegaron todos, un punto amoscados con Pedro. El personaje, experto en capturas, había encendido una hoguera, convertida ya en brasas, les pidió algunos peces y se puso a asarlos en su presencia. También venía armado de pan y sal y, aunque faltaba el vino, aquello resultó un desayuno extraordinariamente sabroso.
Eso sí, fue una colación muda. Los cinco comían y observaban al Aparecido quien parecía encontrarse en el mejor de los mundos: no decía esta boca es mía. Años más tarde, Tomás confesaría que fue la situación más absurda de toda su vida pero el encantamiento se rompió apenas hubieron terminado y se lavaron las manos en la orilla. De pronto, el maestro, pues ninguno dudaba de quién era, se volvió a Pedro y le preguntó:
-Simón hijo de Juan, ¿me amas más que a éstos? Y señaló al resto de los presentes.
Pedro comprendió enseguida de qué iba aquello. A pesar del empeño de mi Señora Miriam por presentarle como el jefe del clan ante todos los discípulos iniciales, lo cierto es que todos comentaban a sus espaldas la debilidad de líder aquella noche triste, donde todo su arrojo había cedido ante unos criados miserables.
Tardó en responder y parecía que sus palabras se atragantaban en el gaznate.
-Sí, Señor, tú sabes que te amo.
-Apacienta mis corderos.
El Maestro no estableció causalidad alguna pero todos, hombres y ángeles, comprendimos. La prueba del amor de Pedro consistía en cumplir la tarea que El Salvador le había asignado y en la que había fracasado antes de comenzar. Pero aún nos quedamos más helados cuando el Señor insistió:
-Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
Los ángeles no sufrimos de tensión alta porque no tenemos arterias donde sufrirla. Si no, yo me habría desplomado. Jesús había empleado el tono solemne con el que aludía al fallecido padre de Pedro. Los hombres olvidáis siempre que sois una raza y que pertenecéis a una estirpe. Y en este caso no empleó comparación alguna con el resto de los presentes. Sencillamente, le exigía la segunda confesión de amistad. Entendí entonces que la entrega que Dios exige al ser humano no es inferior a la reclamada a los ángeles.
Ante la congoja y confusión de todos los presentes, el Maestro insistió una tercera vez. Tres negaciones, tres afirmaciones:
-Simón, hijo de Juan, ¿Me amas?
Surgió entonces Simón Pedro, el fuerte:
-Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo.
Ningún tratado filosófico, ninguna escuela de teología, ha logrado superar aquellas palabras pronunciadas por un tosco galileo en la playa del Lago de Genesaret, en una provincia olvidada del imperio. Diez palabras que constituyen la esencia de la raza humana que se dirige a su Alfa y Omega y exclama: "no sé si te quiero pero quiero quererte y sólo Tú puedes medir lo que te amo. Yo no sirvo para utilizar la libertad que me has dado, pero lo más íntimo de mi ser libre ya ha tomado la decisión. Fue la primera y definitiva lección a toda la humanidad, presente y futura, del primer Papa de la Iglesia.
Y el drama aún no había terminado. Para los adheridos a la imagen del "buen Jesús, dulce y suave", queda la realidad de sus palabras, precedidas de otra invocación solemne que el maestro reservaba para momentos muy especiales:
-En verdad te digo: cuando era más joven –en efecto, Pedro lo era por aquel entonces- te ceñías tú mismo e ibas dónde querías pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará donde no quieras.
Con ello el maestro anunciaba dos hechos, que no uno: que Pedro viviría aún muchos años en vuestro mundo y que debería imitar a su Maestro con la entrega de su vida.
Y así fue.
Eulogio López