El cardenal Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, se ha hecho famoso en el mundo entero, tras la punible y lamentable indiscreción de un purpurado que ha revelado cómo surgió el único rival de Joseph Ratzinger para convertirse en Papa. Por ello, creo que ha llegado el momento de contar su historia. Sé que si este artículo cae en sus manos no le hará ninguna gracia, por dos razones: Jorge Mario Bergoglio es la personificación de la modestia -que es mucho más que la mera discreción- y, en segundo lugar, porque la filtración de lo ocurrido en el pasado Cónclave es un hecho grave. Por último, no estoy seguro de que todo lo que cuenta el purpurado innoble sea cierto; no sé, hay cosas que no me encajan. En cualquier caso, entiendo que es necesario contar la historia de Bergoglio, al menos una parte significativa de la misma, precisamente la que tiene que ver con la historia reciente de la Argentina, la de los duros años setenta.
Empecemos por la conclusión, que es lo más interesante. Los teólogos de la liberación, al menos los más empecinados, no viven como los pobres, sino como auténticos ricachos. La imagen que la progresía mediática ha expandido por Europa Occidental es la de que los obispos que discrepan de Roma son los amantes de los pobres, mientras los ortodoxos se pegan la gran vidorra, en unas permanentes bodas de Camacho. No es que la imagen sea falsa, es que la realidad es justamente la contraria. Los jesuitas Bergoglio también lo es- salvadoreños, los hombres de Ignacio Ellacuría -tristemente asesinado, lo sé, pero lo único no quita lo otro- o de Jon Sobrino, o los del brasileño Leonardo Boff, han tratado siempre de vivir de hotel en hotel y de avión en avión. Hubo momentos en que sus constantes apariciones en televisión les convertían en personajes más conocidos por el gran público que los cantantes de moda.
Por el contrario, Bergoglio es un cardenal que siempre que puede sigue viajando en el colectivo, es decir, en autobús, y que no duda en atender a cristianos moribundos o a sacerdotes deshonrados. Su austeridad es espartana, y huye de los medios informativos y del glamour de las reuniones intelectuales como los chicos de la liberación huyen del anonimato : con idéntica pasión. A Bergoglio la fama le preocupa tanto como la riqueza: es decir, mucho, porque las considera enemigos de su alma.
Otro de los tópicos al uso es que los teólogos o curas heterodoxos son los tolerantes, mientras que los fieles al Vaticano son los inquisidores de acero, con hielo en las entrañas. Pues bien, Bergoglio fue enclaustrado por sus compañeros, los muy progres jesuitas de los años setenta, cuando el desmadre de la Compañía alcanzó el grado de putrefacción, en la provincia argentina de Córdoba. Un detalle, se le permitió salir de su enclaustramiento para oficiar el funeral por su madre, recientemente fallecida, pero se le prohibió pronunciar la homilía. Terminada la ceremonia, le devolvieron al penal. Y es que estos curas liberadores son, como diría mi llorado jefe, Jaime Campmany, un poquito cabrones. O sea, lo que en España sería la Asociación Juan XXIII, a la que ya sólo bendice Jesús Polanco, aunque a ellos parece bastarles.
En 1978 llega a San Pedro Huracán Wojtila. El polaco tenía claro que debía lidiar con el desastre progre-marxista de la congregación religiosa más importante de la Iglesia durante los últimos 400 años. Así que no sólo cesa al padre Arrupe como prepósito general, sino que, por ejemplo, ordena a Bergoglio, entonces profesor de Teología en el Colegio Máximo San Miguel, en la provincia de Buenos Aires, que ponga orden en la Argentina. Un jesuita de base se convierte en la máxima autoridad papal para reconducir la Orden. La progresía ha logrado convencer a todos los españoles de que la Argentina es un país donde hubo una Junta Militar durísima lo cual es cierto- y ha conseguido que olvidemos que también fue una tierra donde el terrorismo, disfrazado de guerrilla marxista, se convirtió en una mafia de asesinos, que no pocas veces encontró acogida filosófica, ideológica, física y logística -sí, he dicho logística, y estoy hablando de armamento- en conventos, especialmente en las casas de la Compañía de Jesús.
Juan Pablo II ordena actuar a Bergoglio y enderezar el rumbo. O sea, en plata, que el hoy cardenal, tuvo que entrevistarse con decenas de jesuitas y hacerles la siguiente pregunta:
-¿Tu qué quieres ser, cura o guerrillero?
Si optaba por lo segundo, Bergoglio les ponía delante un documento de secularización firmado por Juan Pablo II y ya podían dedicarse a liberar al proletariado a tiro limpio. Si cura, se les ponía a rezar, que, después de todo, es lo que tiene que hacer un cura. Porque la solución a las crisis religiosas siempre es muy sencilla: como es una cuestión de conciencia, lo único que hace falta es querer.
La reconversión llevada a cabo por Bergoglio salvó a la Orden en la Argentina pero le ganó la enemiga de sus compañeros jesuitas, que se vengaron en los términos antedichos, una vez que el Papa devolvió el poder a los mandos ordinarios de la Orden. Es más, para liberarle, Juan Pablo II le nombra obispo.
En Bergoglio está toda la historia de la Iglesia reciente, con sus crisis y sus glorias, con sus canallas y sus santos, con todo el embuste de la modernidad y con la monumental mentira del progresismo. Al final, su historia no es más que la historia de los santos: fe de adulto y humildad de niño, amor heroico y alegre austeridad. Un programa que no ha cambiado, ni cambiará, en 2.000 años.
Es curioso : en los jesuitas en general y en el caso Bergoglio en particular, se explica toda la historia reciente. ¿Por qué Juan Pablo II interviene la Compañía para luego devolverle el poder a la Compañía? Respuesta. Pues porque no podía llegar más allá. Como Papa, evitó el escándalo que significa tener guerrilleros y terroristas en la orden más reconocida de la Iglesia. Es como cuando tienes un cura pederasta y recalcitrante (es decir, que no está dispuesto a cambiar): no cabe sino la expulsión. Ahora bien, una cosa es que el corral quede limpio y otra cosa es que las gallinas se hayan convertido y santificado. No, una vez realizada la limpieza, una vez salvada la Orden de su disolución y a la Iglesia del superescándalo, Juan Pablo II devolvió el control de la orden a la orden misma, por la sencillísima razón de que el hombre es libre y su libertad interior no es que no se deba conculcar: es que además no se puede. Por eso, algunos jesuitas pudieron ensañarse con el traidor Bergoglio.
Ni el mismo Dios puede violentar la conciencia humana, porque nos creó libres. Traducción: los jesuitas, y otras tantas órdenes y millones de cristianos seglares, y todos y cada uno de los componentes de la raza humana, sólo se convertirán cuando les venga en gana. Ni el Papa, ni el mismo Dios, pueden seducir: sólo cortejar.
Eulogio López